La aldaba

Carlos Navarro Antolín

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El espíritu de un verdadero rociero

Un señor como Arturo Candau del Cid abrió al peregrino las puertas de su casa justo cuando más se necesitaba La sorpresa de una sonrisa y de un abrazo

La fachada principal del santuario del Rocío.

La fachada principal del santuario del Rocío. / M. G. (El Rocío)

Dicen que a los amigos se les conoce en las mudanzas. Amigo es el otro yo, decían los clásicos. El amigo acude como la sangre: cuando hace falta sin necesidad de ser llamado. Mucha gente llama amigo a quien es puro colesterol. En esta primavera fresquita, de final de campaña y alguna lluvia torrencial, podría decirse que amigo es también el que te abre la casa del Rocío, no ya para uno, sino para el hermano que acude sin ti e igualmente necesita un lugar para ser recibido, descansar y recuperar fuerzas. Y dicho sea lo de hermano sin necesidad de que se trate –que también– del que comparte contigo el Libro de Familia que Pedro Sánchez ha dejado más inválido que aquellos que antes tenían derecho a un estanco. El Rocío, como muchas romerías y ferias de Andalucía, es tiempo de gorrones. La historia es bien sencilla. Un día me hizo falta una estancia por unas horas en la aldea en pleno sábado de Romería, pero no para mi, sino para un fotógrafo muy especial. Alguna puerta se cerró... con sutileza. Nada que objetar. Todo se comprende. Cerradas menos las de la casa de un señor en toda regla que demostró una vez más su afecto, su condición de hombre de bien, su espíritu de brazos abiertos como buen rociero y su actitud consecuente con sus palabras cada vez que te lo encuentras por la calle y te habla de la Virgen de la Esperanza. “Tú pídele, pídele que la Virgen siempre escucha”, te dice mientras te da una estampa de la Macarena. “Para tu mujer y tus niños”.

Aquel sábado abrió su casa para este fotógrafo al que él no conocía de nada. Lo trató como si hubiera sido yo mismo. Nada me extrañó porque ya me constaba por experiencia propia la calidez del trato que se dispensa en ese hogar. En el porche, en el salón, en el patio trasero... Cada vez que llega Pentecostés se reciben invitaciones para reuniones en las casas de la aldea. Ninguna como el recuerdo de aquella donde precisamente no estuve, pero con la que pude comprobar por enésima vez el espíritu rociero de Arturo Candau del Cid. Escrito está por San Mateo. “En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Rociero se es o no se es. Pero no se puede ser por horas, días o temporadas, salvo riesgo de incurrir en impostura. Cada vez que me cruzo con este Candau rememoro aquellas puertas abiertas que nunca le he referido. Pero las abrió justo cuando más se agradecía. Y se preocupó de ofrecer posada al peregrino, ese par de horas de gloria, ese calor que hace entrañable la romería. Muchas veces la memoria es amable y reconfortante. Recordar es un lujo en este caso.

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