Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
El cuerpo no sabe mentir tanto como el discurso. Y su cuerpo nos distrajo de su previsible discurso. El presidente del Gobierno apareció en televisión con un semblante que recordaba al de Mefisto, el demonio burlón de la leyenda de Fausto. No llevaba cuernos ni tridente, pero sí una mueca colérica, arisca, macilenta, inquietante. Para un político tan pendiente de la estética, que ha convertido su físico y su falsa empatía en herramienta electoral, aquella cara resultó un desliz revelador. Sánchez carga con problemas conocidos: las imputaciones que salpican a su esposa y a su hermano, la sombra judicial sobre su amigo, encarcelado, Santos Cerdán y los que quedan, el desgaste de una gestión plagada de inéditas crisis encadenadas. Por lo tanto, su rostro no es un simple reflejo del cansancio; se ha convertido en tema de debate en metros y bares, un espejo de tensiones más profundas. En otros países también se escruta la salud de los líderes. En Estados Unidos preocupa el deterioro físico de Trump; en Rusia, China o Corea del Norte, los propios mandatarios conversan sobre biotecnología y sueños de inmortalidad. Saben que la salud es poder. Aquí, sin embargo, la Moncloa evita aclaraciones sobre el estado físico y mental de su presidente, cuando debería ser un básico ejercicio de transparencia. Sánchez muestra evidentes síntomas de angustia ante su mortalidad política. La salud mental de un dirigente no es asunto privado: nos afecta a todos que, al contrario de lo que él mismo dijo, no somos “sus ciudadanos”, él es nuestro presidente, a nuestro servicio. Sánchez, dicen, recurre al botox, ahora, en una fallida máscara estética que no oculta la contradicción de fondo: un líder insatisfecho, atrapado en la ambición de perdurar, dispuesto a gobernar incluso sin presupuestos porque “quedan cosas por hacer”. En realidad, lo que queda es una estela de chapuceras improvisaciones y fracasos: pandemias mal gestionadas, trenes averiados, apagones, incendios desbocados y un país exhausto. Como Fausto, Sánchez aspira a ser más que humano, a seguir siempre un poco más allá, nada le basta. Pero a diferencia del personaje de Goethe, carece del auxilio divino que le salve del precio de sus pactos. En política, la eternidad nunca llega: solo queda el rostro, y el suyo hoy transmite más preguntas que certezas.
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