La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Nos libramos de pasar vergüenza
Este otoño suavón entra con parsimonia y recorta las horas de luz para prepararnos para el mes de tañidos secos previo al diciembre de los derroches. La fama se la lleva en exclusiva la primavera harta de rapsodas, pero el otoño es quizás la estación sevillana más desconocida y que mejor representa la forma de ser de estos lugares: enseñar poco de lo propio, vivir de cara el interior, estar recogido, expresarse con mesura en la vida privada, disimular en el fondo como realmente se es. Nos despoja de la incómoda humedad de septiembre al mismo tiempo que nos turba con mediodías cálidos y noches feas, tristes, bañadas por una melancolía que aumenta con el uso prematuro de la luz eléctrica y el recuerdo vivo de aquellas noches cortas del verano. Nos mete el frío con cuchara de papilla para dejarnos en la duda de si olvidar ya el calor o mantener la guardia alta. Es el peligro de los suavones, de los mansos, de quienes irrumpen por una esquina, nunca por la calle central. Otoño maravilloso que genera estampas domésticas entrañables. Y también antipático por los cambios bruscos que nos tendrá preparados. Hoy acaba septiembre con los dulces de las pascuas ya en las estanterías, en ese intento de la sociedad de consumo por anticipar y controlar el tiempo que, al final, siempre nos alcanza.
Vayan preparando las esquelas, repasen por quiénes habrá que pedir en noviembre, porque se acerca el mes que marca el inicio de curso para los fieles difuntos. Cesará el jolgorio de las bodas, se restringirá el gasto a la espera de las fiestas, el otoño escupirá las lluvias por las gárgolas de una Catedral que vierte hacia la inhóspita Avenida. La ciudad estrenará los árboles desnudos del Parque sin que ningún programa refiera la novedad, pero allí estarán las ramas secas, los troncos pelados y las estatuas hieráticas para gozo de corredores, fotógrafos de la caducidad, señoras del refinado mercadillo del domingo y niños que corren por las glorietas a falta de metros cuadRados en casa. Entra el otoño como el cuchillo afilado en la manteca sacada un rato antes de la nevera y embadurna la vida cotidiana de una pesadez lúgubre, mañariana, contundente en su mensaje de fugacidad y que obliga a buscar el asidero de la belleza más escondida del año. Porque la belleza en Sevilla nunca desaparece, se transforma. En primavera ronea, pero en otoño se camufla. Las noches de otoño son afiladas para el alma, el bronce de la memoria se oxida, el agua de las piscinas se estanca y los focos desnudan los primeros vahos. No hay paz plena en otoño, nunca la hay en las estaciones que son fronteras.
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