La tribuna

Franco, la Telefunken y las moscas

Franco, la Telefunken y las moscas
Rosell

No creo haber llevado etiqueta alguna ni antes ni ahora, pese a ser eso que hoy, de forma no sé si sentimental, se entiende como un hijo de la Transición. De haber nacido en Londonderry, en Irlanda del Norte, supongo que habría sido un hijo de The Troubles. Para mí ser un hijo de la Transición española es ser un hijo de la simple yesca del azar: el tiempo y su circunstancia. Nada nuevo. Uno nació en 1970, como es mi caso, y empezó a rozar los vislumbres de la vida a través de la muerte. La de Franco en 1975. De niño no se entiende nada pero sí se empieza a barruntar lo que ha de comprenderse.

Yo soy un hijo de la Transición, pero de otra transición de índole privada. Hablo de la transición de un régimen a otro, entre una televisión Philips en blanco y negro y la primera Telefunken Palcolor alemana que tuvimos en casa. Yo tenía cinco años por entonces. Recuerdo vagamente el entierro de Franco por la Telefunken bajo el sol igualmente vago y como indeciso de aquel Madrid de noviembre de 1975. Y recuerdo que los colores de la emisión eran como vagos también, como si nadie de mi familia paterna, reunida en capilla para ver el sepelio, se atreviera a girar el botón correspondiente para que los colores tuvieran un punto más tomado. Creo que el botón del color en la Telefunken era cilíndrico, como un dedal de costura. Unas pestañitas como uñas del dedo índice permitían graduar el brillo o los graves y agudos en la voz.

Recuerdo también el lagrimeo igualmente vago entre los borrosos presentes. En un edificio burgués de la Avenida Manuel Siurot de Sevilla, que yo asociaba al lastimero ulular de las ambulancias que iban o venían del Hospital García Morato (hoy Virgen del Rocío), habitaba una familia de derechas y que luego, con el pronto correr del tiempo, se ramificó entre el torpe posibilismo conservador de la UCD, Alianza Popular y Coalición Democrática. Fuerza Nueva, del arcaico Blas Piñar, no seducía en mi familia ni siquiera como tentación para días airados. Y eso que mi padre apagaba la Telefunken en plena Transición cada vez que salía Adolfo Suárez, a su juicio “el hombre más nefasto de la historia de España”. Incluso votaría No a la Constitución del 78 (mi madre, que era suarista discreta, votó Sí). Uno, en fin, aprende a disolver con humor y dolor las brasas de la compasión.

Yo no sabía bien que el entierro de Franco era el de Franco aquel día. Sólo recuerdo aquella triste emisión para mayores en colores vagos, los de la Telefunken. De fondo creo que ya escuchaba yo el tintineo de la esclava con medallitas de oro donde mi abuela paterna tenía grabados los nombres de los nietos con su fecha de nacimiento. Pero para mí, ya digo, la transición de verdad fue otra y el cambio de régimen fue otro en la primera niñez. En mi idea mental de lo que sí era un cambio histórico, la Telefunken vino a sustituir la vieja televisión Philips de carcasa de color chocolate a la taza que había en una fría y desmantelada casona de pueblo en Osuna, la localidad de mis mayores, donde si vuelvo es sólo para reencontrarme con el desencuentro y los espacios en blanco.

Yo sentía el frío desamparo de aquella casa grande e inhóspita, sin apenas mobiliario, pues mis padres ya vivían en Sevilla y se habían llevado gran parte de los enseres al piso de Manuel Siurot. Decía García Márquez que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Por eso yo recuerdo el recuerdo para contarlo a través de aquella Philips en blanco y negro tan particular y siniestra. En el ángulo inferior derecha de la pantalla había dos moscas muertas y disecadas. Debieron entrar por no sé qué oquedad de la carcasa de rejilla, hasta que quedaron dispuestas una tras otra, como dos ínfimos buñuelos, sobre el margen inferior de la pantalla.

Historias del asombro como esta son las que suele contar el gran Javier Pérez Andújar en sus crónicas de inventarios sentimentales en A vivir que son dos días de la cadena SER. Sólo de esta manera, de la Philips de las moscas a la Telefunken, sí estoy de acuerdo en aceptarme como un hijo de la transición.

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