Mar de cera

Vía crucis inacabado

Te sumerges bajo la madera y te acomodas tras el adorno de la repujada plata, allí donde se percibe el calor del hombre, el roce de piel con piel, donde aferras con tus manos una fe que se te escapa. A oscuras se soporta mejor el peso del pecado.

 En ese lugar nadie te conoce del todo y se convierte en refugio que quisieras fuera eterno. No importa tu nombre, no es relevante tu profesión, ni tus méritos personales. Allí, debajo del mundo, no se advierte de dónde eres, ni casi se aprecia el tono de tu voz, ni tus inquietudes, ni tus ambiciones. Solo ha de percibirse el hilo invisible de la verdad que une las almas sin artificio.

Nada cuentas y nada callas. Nadie sabe y nadie te pregunta, porque todo se intuye y todo se siente en ese interior compartido, en ese contacto íntimo donde se aprieta la faja y la conciencia.

Acunas tu pena bajo el costal y lloras al compás de las lágrimas invisibles de Su rostro. Tu paso mece Su ternura llevando el Poder del Hombre por las calles que conoces sin verlas. Todo es oscuro excepto la profundidad de Su rostro clavado en ti que evocas con los ojos cerrados soportando la fatiga y el cansancio. Vislumbras, sin cruzarlas, las miradas y necesidad de quién te acompaña en este camino que se hace largo, con el mismo paso arrastrado, con el mismo estímulo de alcanzar la promesa. Y fuera, donde el frío duele, te abre camino el silencio de una ciudad que no duerme.

El roce en tu cuello crea cicatrices de amor en el intento de hacer tuya Su zancada. Respiras profundamente y sientes otro aliento a tus espaldas y murmuráis juntos una oración que se funde a la voz del capataz potente y clara. La noche enfría el sudor de tu piel pero no tu sed de búsqueda, y te refugias en ese templo de dorado barroco del que no quieres salir mientras no logres concluir el vía crucis de tu interior.

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