Pascual González

Mi último poema

El Pretorio

La Cruz, entre nubes teñidas de tenebrosa negrura, fue abandonada por muchos...

Mi último poema
Mi último poema

09 de abril 2020 - 05:01

SIENTO en mi corazón la voz de Dios que me dice que hoy voy a morir. Sobre el suelo de Molviedro, varios guardianes se juegan la suerte de mi túnica, mientras me siento, a la espera de mi ejecución, sobre una piedra, convirtiéndome en el Cristo Pensieroso de Alberto Durero que, mirando al cielo, enseño que el camino de la oración culmina en la perfección del alma.

Los vencejos de la diosa Temis revolotean sobre los verdugos que alzan la Cruz para dejarla caer por su peso en el hueco de la peña. De Lágrimas se llenan las mejillas de las viejas alhóndigas sevillanas, turbadas ante las magnificentes andas de seis metros de eslora sobre las que se eleva el misterio de la Exaltación de la Cruz, cual la serpiente de bronce de Moisés y donde el centurión Quinto Cornelio, porta en su mano la sentencia de mi crucifixión. Sevilla se tapa los oídos ante mi grito desgarrador al caer el peso de la cruz, con tal estruendo, que hasta las campanas de la Giralda se estremecieron enmudeciendo sus bronces… Un silencio que solo interrumpe el sonido bronco y lastimero de la “matraca” que, asomada sobre el patio de azucenas del alminar, carrañaquea por los cielos anunciándole al mundo que está próxima mi redención.

En el Compás de San Pablo, la tarde oscurece. Los guardias se apresuran a crucificar a los dos rufianes que morirán conmigo a las puertas de la Capilla de Montserrat, al sonar de las trompetas de Jerusalén, con aires trianeros de Tres Caídas. Lamentos de coplas, que a los sones de una marcha costalera, con Sevilla, se arrodilla Magdalena, en calvario de San Pablo y oración, a los pies del Gran Poder crucificado cuando Dimas se arrepiente iluminado en la cruz de su divina Conversión. “En verdad, te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

La Cruz, entre nubes teñidas de tenebrosa negrura, fue abandonada por muchos… Mi madre, acompañada en su dolor por reyes y príncipes, por duques de Montpensier y caballeros de Calatrava, pide a Dios que la deje morir conmigo, arrodillada a los pies de la Santa Cruz de sus Misericordias para acabar por fin con el sufrimiento de sus Dolores. Y entre murallas de Alcázar y versos de Romero Murube, alzo mis ojos hacia la fe que corona la Giganta y grito: ¡Dios mío!... ¿Por qué me has abandonado?

La sangre de mi rostro me abrasa los labios resecos. “Tengo sed”… Y presiento llegar mi agonía en el Zurraque de la calle Castilla, al amparo y Patrocinio de Dios, donde los gitanos cantan una sentencia que dice: Encima de un calvario costalero, al nieto de Joaquín “el canastero”, lo llevan clavaito en una Cruz, y encima de la Cruz hay un letrero que dice “Soy Cachorro trianero y muero por el nombre de Jesús”.

Las Aguas del río hierven rebeladas en la Plaza del Museo, donde los cuatro Evangelistas de Gijón cierran los ojos cuando extorsiono mi cuerpo ante Murillo, en el último grito de mi Expiración… ¡Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu! Es la última de mis Siete Palabras, mi último lamento, mi última oración, mi último poema.

Yo soy el pan de nuestras vidas, yo soy el maná, yo soy la fuente inagotable de la eternidad, yo soy la puerta de los cielos de la bendición, yo soy, yo soy el buen pastor.

Yo soy la luz de la palabra, yo soy la verdad, yo soy el sol de nuestros campos de fertilidad, yo soy el camino del Padre, soy la voz de Dios, yo soy, soy la resurrección.

Yo soy el Salvador, mi reino no es de este mundo, yo soy el Redentor, mis pasos siguen su rumbo, soy Cristo, soy Cristo, el Hijo del Dios viviente, el profeta de la fe, el Mesías de mi gente, soy Jesús de Nazaret… Soy Cristo, soy Cristo, Soy Dios.

Después, miré a Sevilla, cerré los ojos y dejé caer la cabeza sobre mi cuerpo, rindiendo mi espíritu.

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