Humildes ángeles irreductibles

Obituario

Fallece la Hermana Isabel María Rus, misionera de la Doctrina Cristiana

María Isabel Rus Velázquez decidió en su mocedad hacerse monja. Con asombro y preocupación, sus padres esperaron que se le pasara ese impulso trascendente llamado “vocación”, misterioso mandato del alma desprendida. Era la pequeña de seis hermanos, la segunda hija mujer de una familia que, por así decirlo, prosperaba de la mano capaz y silenciosa de su padre, que muchos años trabajó en compañía de sus hermanos Miguel, Antonio y Jerónimo; a todos los alumbró la vis hacendosa y creativa de su tocaya tía Isabel: de la misma carcajada, voz atiplada y amorosa presencia de quien, de pronto, la tierra le será leve.

María Isabel heredó -a su aire- el afán de eficacia y eficiencia del contratista de obras Salvador Rus López, un padre que perdía pie con ella, criada en el día a día por una madre, María del Carmen Velázquez Pacheco, de cuyas dulzura y tímida perspicacia prendió el testigo la pequeña. Que nació en Sevilla, en Heliópolis, como su hermano inmediatamente mayor, Joaquín. A los mayores (María del Carmen, Salvador, Manuel y Antonio Miguel), la madre fue a darlos a luz en Cazalla de la Sierra: era costumbre parir y dar primera crianza allí donde residían los abuelos maternos y otros íntimos parientes del neonato. En particular, no sería justo dejar de resaltar a su amado y amantísimo tío Manuel; llamado en Cazalla Manolito Correa, con ese baile de apellidos que rige en los pueblos ignorando el Registro Civil.

Cuando María Isabel nació, su hermana mayor, con quien tanto quiso, había caído enferma del mortífero tifus: la felicidad y el dolor, la vida misma. María del Carmen era “la Niña”, como así lo fue entre ellos siempre. Estuvo a punto de irse. No fue así (su padre lo cuenta con pausa y contenido lirismo en un capítulo de sus memorias, titulado “Las dos niñas”). Ambas, de pronto faltas de salud, fueron devueltas a la lozanía: uña y carne serán más allá de la muerte, amor constante. María Isabel, como sin quererlo, fue floreciendo como perenne yerbabuena entre todos, tantísimos. Apenas 17 años después de venir al mundo, el mimado lucero decidió tomar los votos de entrega y pobreza en su nueva y, luego ya, eterna familia. Sus padres, contrariados, esperaron que aquella ventolera se le pasara. Como no fue así, respetaron su decisión. Nada podrían haber hecho en contra. Sería la mano de Dios.

“Fuiste madre, hermana, tía y amiga para muchas personas que se cruzaron en tu camino; no olvidaremos tus detalles cercanos y sencillos, tu impenitente humor, tu capacidad de relativizar las situaciones difíciles... nos dejas un gran legado de bondad y generosidad. Fuiste una verdadera misionera de la Doctrina Cristiana, entregada y siempre alegremente evangélica con tu vivir ajeno a toda altanería y frialdad: eran en ti naturales el desprendimiento, la ternura y tu risa juvenil, más bien aniñada; la cercanía con las personas tanto en su alegría como su dolor, sin distinción ni prejuicios” (son palabras de la madre superiora general Mariví en su funeral, el soleado pasado lunes, en San José de La Rinconada). En las Misioneras de la Doctrina Cristiana ingresó en en julio de 1962. Mas su familia congregacional no fue sustituta sino complemento central a la suya de sangre, donde es estandarte y faro moral. Hizo sus primeros votos tres años después, y abrazó la “profesión perpetua” en septiembre de 1970. Fue Superiora General desde 1990 a 2004. Por fin, pudo ser misionera en Togo y Burkina Fasso: ese era y es su sueño, ya eterno. No se quejaba, no ejercía de jefa, no estresaba ni nunca mintió a quienes eran sus hermanas y casi cincuenta sobrinos. Defendió la verdad y la justicia sin severidad, y sin miedo; la hermana Isabel María --su nombre de religiosa-- sabía domeñar su segura tribulación interior. Adoraba el chocolate y el helado; tanto como le repelían, calladamente, las aceitunas y muchos otros alimentos.

Decía las veces justas que su guía es la palabra de Jesús.Su pasión fue África (esto sí lo proclamaba mucho). Quienes la conocen echarán de menos sus risas, sus consejos, nunca imperativos; el amor indeleble por las hermanas de la Doctrina, y por sus padres naturales y sus proles. Nunca nadie sabrá en qué medida éstos, María y Salvador, fueron callados colaboradores de la causa de niñas y otras gentes desgraciadas, y de la justicia social que ella y sus compañeras de convento, misión y colegio defendieron y defienden. Humildes ángeles irreductibles.

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