La tertulia dio paso a la consumición rápida
lo que el tiempo se llevó
Con la desaparición de Riviera en 1968, la consideración de la Campana como corazón de la ciudad empezó a languidecer, ya no existía el Café París y fueron desapareciendo el bar de Pepe Pinto, el Tropical, la pescadería La Coruñesa y al poco fallecería La Chéster, un inevitable
Corría el año de 1958, el Sevilla inauguraba su flamante estadio, sueño del fallecido Ramón Sánchez Pizjuán, y el Betis acababa de coronar su más dolorosa travesía del desierto. Sevilla vivía a su ritmo de siempre, sin prisa y con muchas pausas. Bueno, pues en ese año de 1958, un donostiarra y sevillano de adopción desde que llegase en 1931 llamado Pedro de Torres Gracia había revolucionado la vida de la ciudad abriendo en la Campana una cafetería por todo lo alto. Eso en su planta baja, que en las superiores abrió un restaurante que fue pionero a la hora de enseñarle a comer a una sociedad estancada en el tiempo en esos temas gastronómicos.
El negocio se llamaba Riviera y estaba en el solar que había ocupado hasta entonces el Bazar la Campana, situado en la esquina con la calle Carpio, hoy Capataz Rafael Franco. A su diestra se encontraba el bar de Pepe Pinto, en la esquina con el Duque la tienda Kodak, de material fotográfico, y enfrente la Joyería Delmás más los restos del Gran Café París. Con Riviera se cambiaba de filosofía y aquellas cafeterías de tertulias con tertulianos sin prisas dieron paso a la forma de entender el negocio que traía Pedro Torres. Con Riviera se instauraba la comida rápida de platos combinados y eso de snack bar entró en Sevilla gracias a Riviera.
Como recuerdo imborrable, la ilusión que despertaba en los niños de la época que sus padres les llevasen a tomar un helado en Riviera. El sorprendente helado de naranja, riquísimo, que iba en el interior de una piel de dicho cítrico era una golosina indescriptible para una grey que apenas pasaba del polo de hielo, del napolitano, el popsicle y el helado al corte de uno, dos o tres gustos. El paso adelante era tan significativo, la innovación tan espectacular, que ir a Riviera era como combinar aventura y premio.
Por supuesto que aquello revitalizó más aún, si cabe, la vida de la Campana, el corazón de la ciudad. En esa misma acera y ya hacia Santa María de Gracia se encontraban la pescadería de frito La Coruñesa y un gran bar llamado El Tropical. El pulso de la vida nocturna de Sevilla lo marcaba la Campana desde siempre, pero la apertura de Riviera le multiplicó el impulso. La Campana era, en una sola pieza, sístole y diástole de una ciudad que iba, poco a poco, aumentando su ritmo vital. La noche empezaba en la Campana comprándole tabaco a La Chéster, un mariquita que se apostaba en la esquina de Carpio, justamente entre Riviera y La Coruñesa, y que allí estuvo hasta su muerte pocos años después de que la Campana dejase de ser lo que fue en las décadas cincuenta y sesenta del Siglo XX.
En la segunda mitad de los sesenta, Pedro Torres empezó a desatender Riviera. El auge del hotel que dirigía, antiguo Majéstic y ya Colón, acaparaba su atención, lo que iba a acentuarse con la apertura del Burladero, el mejor restaurante de Sevilla sin duda alguna.
Los festejos en forma de homenajes o con la tertulia que en torno a Perico Chicote montaba con los periodistas sevillanos más conocidos junto a algunos de los sevillanos en Madrid que presidía el conde Colombí, fue trasladándolos al Burladero.
Puede decirse que la apertura del Burladero fue el principio del fin de Riviera. En agosto de 1968, Pedro Torres decidió darle el cerrojazo a lo que había sido cafetería y restaurante pionero en una Sevilla que hasta entonces no salía del sota, caballo y rey en el apartado gastronómico. Con Riviera había nacido un nuevo estilo a la hora de sentarse a la mesa y aunque sólo contó con diez años de vida, esa vida fue tan intensa que bien puede decirse que marcó un punto de inflexión determinante en la ciudad.
La tertulia del Britz o en Los Corales había sido sustituida por la comida rápida de una cafetería con banquetas en una barra que se poblaba y despoblaba en un santiamén. Pedro Torres, el artífice del cambio, dejó su impronta de manera indeleble en Riviera, pero sin él ya no tenía sentido. Seguía entre nosotros, pero se refugió en un burladero que aún sigue siendo punto de referencia en la gastronomía sevillana.
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