Pepe Luis Vázquez: nostalgia y justicia
Adiós a una figura del toreo
Fue un torero que aun creyó que ser torero era un destino a la que ninguna otra pasión podía sustituir.
EN el mundo de los toros la nostalgia suele ser un componente habitual. El público se ve obligado a alimentarse con frecuencia de recuerdos porque el presente muchas veces decepciona. Por eso era tan necesaria la figura del aficionado que con pasión mantenía vivas las faenas del pasado, con las fechas exactas y los nombres no menos precisos de matadores y ganaderías. Una cadena de evocaciones unía, en un mismo tendido, a dos o tres generaciones de espectadores. Así, cada torero en el ruedo rivalizaba con los compañeros de cartel, pero también con todos aquellos diestros que le habían precedido y que, más o menos idealizados, perduraban en la memoria de los que llevaban cuarenta o cincuenta años viendo toros. "Tiene la misma estampa de Joselito", decía uno, y otro podía añadir "en ese terreno sólo sabía ponerse El Guerra". Esa sucesión de aficionados, antiguos y modernos, permitían que el nombre y la manera de lidiar de una gran torero se mantuviese, tras retirarse, largo tiempo en el ruedo. Los antiguos, con nostalgia, lo sacaban a relucir para compararlo con las posturas y suertes de un novillero prometedor, defendido por los partidarios de la modernidad. Esa correa de transmisión facilitaba que conocimientos, gustos, tradiciones y novedades se enfrentasen y que, tras duro forcejeo, unas se impusieran a otras.
Se acaba de morir un torero, Pepe Luis Vázquez, con una trayectoria rica y ejemplar. Sin embargo, el recuerdo de su toreo hace muchos años que se apagó, porque cada vez quedan menos aficionados, antiguos, que puedan evocar el valor que supo imprimir a su capa y a su muleta. Y, como consecuencia, pocos aficionados jóvenes podrán comparar el clima de una corrida de mediados del siglo pasado con el de una tarde de toros de principios de éste. Pero la ausencia del viejo aficionado no es sólo un problema de edad: la mayor parte, desde hace años, han desertado por otro motivo: lo nuevo ha dejado de interesarles. Y los más jóvenes se han quedado sin referencias del pasado. Y, por tanto, cómo pueden valorar lo que sucede hoy en los ruedos. Entre la nostalgia de sus abuelos y el espectáculo trivializado no es fácil juzgar.
Por eso, recordar y recuperar la figura de Pepe Luis Vázquez no es sólo un deber de justicia crítica, hacia su persona y su toreo, también es una necesidad, y que, cuando menos su muerte, sea ocasión para difundir las muchas virtudes taurinas que lo sustentaban (y no sólo lo adornaban). Virtudes muy enraizadas en su época, pero que no por ello han perdido, con el transcurso de los años, su carácter ejemplar. Y a este respecto, lo que más cabe ahora airear, propagar, no es su estilo, sus adornos, su saber estar en la plaza y esa larga lista de facultades que lo singularizaron como torero sevillano. Lo que no hay que olvidar es que fue un torero que aun creyó que ser torero era un destino, una ilusión, un esfuerzo, a la que ninguna otra pasión podía sustituir.
No se trataba de una virtud exclusivamente suya, también la compartieron otros diestros, que alternaron muchas tardes con él, como Manolete. Diestros que en aquella década de los cuarenta del pasado siglo, en aquella España trágica y partida, llena de penuria y recuerdos de muerte y sangre, vivieron el toreo como una religión laica, en la que ellos como sumos sacerdotes podían iluminar por igual a los tendidos de sol y a los tendidos de sombra. Para ello, se debieron convencer de que estaban llamados para una función que exigía una máxima entrega. Y eso fue lo que el público necesitaba y lo que ellos supieron darle. A Manolete esa entrega le supuso la muerte. Pepe Luis Vázquez, por fotruna, encontró la forma taurina de burlarla. Contaba con recursos técnicos, conocía bien los terrenos, tuvo intuición ante los toros, manejaba con brillantez tanto la capa como la muleta, y así pudo, sin desdecirse nunca de una exigente veta clásica y depurada, lidiar a su gusto, sin traicionarse, y al gusto de un público para el que los toros fueron -desde 1940, en que toma la alternativa, hasta 1953, en que se retira por primera vez- el único espectáculo capaz de consolar y emocionar a un mayor número de españoles.
Al hilo de estas reflexiones sobre el lugar que Pepe Luis Vázquez ocupa en la memoria colectiva, cabe también plantearse algunas preguntas sobre las peculiaridades de la afición taurina sevillana. Una de estas singularidades es la forma un tanto caprichosa que tiene de repartir sus preferencias y cariños. Pepe Luis Vázquez no ha sido de los más castigados por la indiferencia, sobre todo si se le compara con Paco Camino, desterrado en el olvido, sin saberse muy bien el porqué, como si se tratase de uno de esos sevillanos malditos de la estirpe de Blanco White, Cernuda o Chaves Nogales, que han tardado decenios en ser rescatados para la vida sevillana. Tal vez, la muerte de Pepe Luis ayude a otorgarle un mayor sitio en el recuerdo de la afición. Un recuerdo que vaya más allá de esos insulsos monumentos que, en homenaje a los toreros, tanto se prodigan por el entorno de la plaza de la Maestranza. El libro recientemente dedicado a Joselito es un buen ejemplo de cómo se puede recuperar una memoria sin caer en un triste fetichismo.
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