¡Me he convertido en un vampiro!
Síndrome expresivo 90
El artículo de hoy, más que un análisis imparcial sobre algún aspecto de la lengua española, es un testimonio personal. Sí, el relato en primera persona de un síndrome lingüístico endémico en la sociedad actual y el arduo tratamiento para superar esta dolencia expresiva. Creo que, en demasiadas ocasiones, los escritores escondemos nuestras debilidades, miedos y frustraciones tras una expresión florida y grandilocuente. Nos jactamos de mostrarnos ajenos a la realidad inmediata escudados tras el parapeto del estilo. Craso error.
Sí, querido seguidor de esta columna lingüística, las líneas de hoy las tecleo a modo de confesión. A veces, tantas horas de lectura y estudio nos vuelven extraños para nuestros seres queridos e, incluso, para nosotros mismos. A veces, con tanta lectura y la búsqueda de la expresión precisa, llegamos a perder el sentido de la existencia cotidiana con la autosuficiencia del ególatra emperejilado. Nos convertimos en unos desconocidos casi sin darnos cuenta. En definitiva, no nos reconoce ni la madre que nos parió.
Algún lector puede pensar que la anterior reflexión es una afirmación gratuita. Nada de eso. Os cuento lo ocurrido para que comprendáis mi aflicción. Os lo explico con detalle. Resulta que el pasado martes llegué a casa tras una extenuante jornada laboral de clases, reuniones de coordinación docente y entrevistas con familias. Don’t worry, be happy! Como imaginaréis, mis sentidos anhelaban la placidez del silencio, la frialdad de una ducha reparadora y el tiempo de lectura en mi butaca literaria. Todo iba según lo imaginado hasta que mi esposa me preguntó qué tal había ido el día. El diálogo fue el siguiente:
“En líneas generales, bien. Los alumnos han asimilado los objetivos competenciales de mis propuestas didácticas”. “Ah, ¡qué bueno!”. “El equipo docente ha debatido sobre la metodología metacognitiva aplicada a la evaluación ipsativa”. “¿Te ha pasado algo? ¿Te encuentras bien, Jorge?”. “El feedback con los representantes legales de mis tutorizados creo que mejorará el clima organizacional de la comunidad discente”. “Acuéstate. ¡Necesitas ayuda!”.
Muchísima ayuda, docto lector. En primer lugar, la asunción del trastorno es el primer paso para la cura efectiva de cualquier dolencia. Después, claro está, el asesoramiento de un profesional especializado es básico para determinar el alcance de la enfermedad. Así, tras varias sesiones terapéuticas y análisis clínicos, llegó el sorprendente diagnóstico: “Las pruebas bioquímicas y el hemograma se encuentran dentro del intervalo de referencia. ¡Tu salud es de hierro, Jorge!”. “Gracias, doctor. Entonces, ¿por qué hablo y me comporto siempre como si estuviera en un claustro ordinario de docentes para reflexionar sobre los ejes competenciales del proceso de enseñanza-aprendizaje?”. “Padeces un trastorno expresivo más común de lo que crees. No te preocupes en exceso, ya que muchos docentes llegan a mi consulta en este estado. Con un poco de humildad y sentido del ridículo superarás el síndrome de Bela Lugosi”. Dios, ¡me he convertido en un vampiro!
¿Se puede superar?
Hoy en día, muchos ciudadanos copian la manera de expresión propia de determinadas profesiones o líderes por una doble necesidad: la búsqueda de un reconocimiento social y la aceptación en un círculo ideológico, social o económico. En definitiva, confundimos la esfera pública y la privada hasta tal punto que nuestro perfil profesional o político devora nuestro sentido común. Hablamos y escribimos como si fuésemos unos autómatas esclavos de un mensaje fabricado por otros. Perdemos nuestra autenticidad y frescura en favor de la repetición de un discurso acartonado. Copiamos y repetimos frases como unos loros personificados. ¡Si el bueno de Lugosi levantara la cabeza!
Los biógrafos del actor húngaro cuentan que la brutal interpretación del personaje de Drácula provocó que el personaje de ficción devorara a la persona. No se sabe a ciencia cierta si Lugosi hablaba como Drácula o el vampiro como Bela. Lo que sí está claro es que se difuminaron las fronteras entre el ámbito profesional y particular: en las entrevistas era difícil olvidarnos del conde sediento de sangre humana y los gestos en el ámbito familiar recordaban al inmortal murciélago de la pantalla. Parece que murió creyendo ser el rey de los vampiros. No sabemos si esa fue la razón por la que la familia decidió que fuera enterrado con el disfraz del mítico Drácula.
Consejo final: Estoy convencido de que la sangre de Bela Lugosi circula por el aparato circulatorio de muchos (en teoría) profesionales de la palabra pública. Solo hay que atender a los discursos prefabricados de los portavoces parlamentarios de todos los signos políticos; de los (en teoría) expertos en economía, sociología o plantas medicinales; de los (en teoría) especialistas en ungüentos pseudocientíficos y sanadores. Todos palabrean de principio a fin en un soliloquio salpicado de tecnicismos vacíos y frases huecas. Sé auténtico. No imites al listo de turno. Yo me he curado. Al mítico Bela lo enterraron con su capa de Drácula. Espero que a mí no me metan en el ataúd una programación didáctica. Vale.
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