La Esperanza de los que ni la miran
En diciembre todos se postran ante Ella
Se postran ante Ella los niños felices con sus mochilas con esa jovialidad que regalan los viernes a cierta edad, los periodistas veteranos que no faltan un día 18 cuando diciembre sabe ya irremediablemente a canela y manteca regada con anís seco; el arzobispo feliz, sotana, fajín, solideo y sonrisa, miles de sevillanos anónimos que guardan cola para orar como hace años lo hicieron unos cuantos sevillanos en la intimidad ante la Virgen que recibía plegarias en un cajón, que nunca le faltan Avemarías como nunca le faltan flores, los seminaristas, los sacerdotes que acuden a título particular, los que están solos, los que aspiran a sentir vivos por un instante a quienes les faltan, que sólo Ella tiene ese poder, como cuando triunfa en su paso de palio y tiene el don de iluminar por un momento a los descreídos que acuden a su búsqueda, los que fueron pregoneros de su grandeza, los que tendrán la responsabilidad de serlo y los que esperan tenerla algún día, los que son hijos de madres que fueron Esperanza y son padres de hijas que así se llaman, los armaos sin coraza ni plumerío estos días de Adviento, los hijos de quienes portaron cera verde y ahora forman en el tramo del Cristo de las Mieles, los que acuden a su encuentro en los días de agosto, cuando luce de blanco, en noviembre cuando brilla de luto, o en los días de serenidad y gozo vivido después de Semana Santa, los que tuvieron el gozo de mirarle alguna vez desde la intimidad de su camarín, en una bajada o cualquier día desde el altar del Señor de la Sentencia. En diciembre todos se postran ante Ella. Y no hace falta decir nada. Sólo mirar. Aquella Virgen del cajón nunca falla. Ni siquiera a los que no van a verla o no le aguantan la mirada.
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