Vía Augusta
Alberto Grimaldi
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Con Franco todavía de cuerpo presente en el Salón de Columnas del cercano Palacio de Oriente, Juan Carlos fue proclamado Rey por las Cortes corporativas del franquismo en un acto sobre el que sobrevoló en todo momento el fantasma del recién fallecido dictador. Era el mediodía del sábado 22 de noviembre de 1975. La proclamación del nuevo monarca la hizo el presidente de las Cortes, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, un ultra del sector al que entonces se conocía como el bunker, que se saltó el protocolo establecido para enfatizar que la proclamación del Rey se hacía “desde la emoción en el recuerdo a Franco”. Esa era la doble tensión que se respiraba en aquel momento. Por un lado, Juan Carlos estaba atado al régimen cuyas Leyes Fundamentales, una especie de ordenamiento constitucional, había jurado cuando en 1969 fue elegido por Franco como su sucesor. Por el otro, nadie dudaba, incluso los franquistas más recalcitrantes, de que la llegada de Juan Carlos suponía un tiempo nuevo que apuntaba a una mayor liberalización y, en definitiva, a un acercamiento de España a las democracias de Europa occidental.
El problema era de velocidad y de grados. Ahí el joven Rey demostraría en pocos meses un empeño decidido en quemar etapas a toda prisa y una valentía sin límites para desmontar una dictadura casposa y desfasada y dar a los españoles una democracia perfectamente homologable. No fue fácil ni se corrieron pocos riesgos. Pero si algo tenía claro Juan Carlos cuando llega al trono es que la pervivencia de la Corona está estrechamente ligada a la normalización de la vida política española y la devolución de la soberanía al pueblo. Por eso en su primer mensaje, pronunciado ante los procuradores de las Cortes franquistas y los miembros del Consejo Nacional del Movimiento, tuvo palabras de sentido recuerdo para Franco, pero, sobre todo, se reivindicó como Rey de todos los españoles y llamó a los españoles a “un efectivo consenso de concordia nacional”.
Cuando muere Franco, Juan Carlos tiene 37 años. Desde los diez se ha educado bajo la sombra del dictador y alejado, en lo posible, de la influencia de su padre, Juan de Borbón, frustrado aspirante al trono en competencia con su propio hijo. El grueso de su formación se ha desarrollado en las academias militares, auténticos reductos de pensamiento reaccionario. En 1969 Franco cree llegado el momento de dar continuidad a su régimen cuando él falte con el nombramiento de Juan Carlos como sucesor “a título de Rey”. En la teoría franquista no se trata de una restauración de la línea dinástica que se rompe con Alfonso XIII, sino de la instauración de la nueva “monarquía del 18 de Julio”. Pero la España de 1969 es un país que ha evolucionado y que ha dejado de mirar obsesivamente hacia un pasado de guerra, victoria y camisas azules. La aparición de una potente clase media ha cambiado muchas cosas y Juan Carlos representa a la nueva generación que quiere mirar a un futuro más libre, más cerca de Europa y que consolide niveles de bienestar. Es, en definitiva, un hombre de su tiempo, dispuesto cuando le llegue la oportunidad a intentar la complicada maniobra de evolucionar el régimen hacia una democracia.
Desde que llega al trono empieza a dar pasos en esa dirección. El primero, de una importancia decisiva, es la colocación al frente de las Cortes y del Consejo del Reino de su preceptor Torcuato Fernández Miranda, una persona clave para entender el arranque de la Transición. El segundo, integrar en el Gobierno de Carlos Arias, al que no soporta, a figuras de perfil claramente aperturista: Manuel Fraga en Gobernación, José María de Areilza en Asuntos Exteriores y Antonio Garrigues Díaz-Cañabate en Justicia. El tercero, decisivo, la defenestración de Arias pocos meses después y la aparición de un ambicioso y osado Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. Todos ellos son importantes. Pero el camino que emprende nunca se hubiera podido hacer sin la inteligencia política de Fernández Miranda, responsable del artefacto político que se llamó Ley de Reforma Política, que sirvió para que sin abandonar en ningún momento una línea de legalidad política –“de la ley a la ley, a través de la ley”– se transitara desde un régimen autoritario a otro democrático y que el cambio contara con la participación de las élites del franquismo, que buscaban a la desesperada un lugar bajo el nuevo sol que asomaba en España.
Cuando el 15 de diciembre de 1976, apenas un año después de la muerte del dictador, los españoles aprueban en referéndum la Reforma Política, la parte más difícil del camino está salvada. A partir de ahí la vía para la legalización de los partidos, las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 y la Constitución de 1978 está despejada. Si hasta el referéndum del 15 de diciembre de 1976 es Juan Carlos y el grupo de extracción franquista que lo apoya el que hace posible la Transición, a partir de esa fecha es la oposición democrática, que hasta ese momento juega un papel poco relevante, y los partidos políticos los que asumen el protagonismo.
Con la perspectiva que da el medio siglo transcurrido es innegable el valor del empuje de Juan Carlos para lograr que España sea una democracia. José María de Areilza, un político llamado a tener un gran protagonismo en la Transición, pero que se quedó a medio camino, lo llamó, en una expresión que hizo fortuna en aquel momento, “el motor del cambio”. Y eso fue. Esa obra, en la que Adolfo Suárez pone los ladrillos para levantar un edificio mientras se derriba el anterior, en una muestra de instinto político e inteligencia práctica que se ha vuelto a dar en España, tiene la inspiración de Fernández Miranda y la autoridad que le confiere el Rey.
Como cualquier monarca, Juan Carlos tiene el objetivo fundamental de salvar la Corona y transmitírsela a la siguiente generación. Lo tenía todo en contra y, sin embargo, lo logró. Sabía que sería un rey democrático o, simplemente, no sería rey. Era un español que sintonizaba con su generación en una España que se despertaba y que miraba más allá de los Pirineos. Tuvo mucha suerte, o algo más que suerte, al encontrar a Fernández Mirada y a Suárez. Y una enorme habilidad para ganarse a los principales líderes de la oposición de izquierda, tanto a Felipe González como a Santiago Carrillo. Y todavía algo más: a pesar de tenerlo todo contra, supo mantener su autoridad sobre un Ejército en permanente tentación involucionista.
Cuando el franquismo entró en fase terminal, nadie daba un duro en la izquierda, y en buena parte de la derecha, por Juan Carlos. Se le consideraba un incapaz, escaso de talento, que había ligado su suerte a la de una dictadura que antes o después iba ser barrida por la Historia. Pero él tenía otros planes y fue lo todo lo hábil que había que ser para llevarlos a cabo. Hay una frase de Carrillo, referida a Juan Carlos, que refleja muy bien aquella situación: “Para hacerse tan bien el tonto durante tanto tiempo hay que ser muy listo”.
Su trayectoria de aquellos años es lo que quedará en la Historia, aunque la segunda parte de su vida, todo lo que lo llevó a la abdicación en 2014 y más tarde al exilio voluntario en Abu Dabi, empañe ese legado, hasta el punto de que su hijo haya decidido no darle ningún protagonismo en el aniversario de los cincuenta años de su proclamación como Rey. Un final triste para el que fuera el gran protagonista del tránsito de la dictadura a la democracia y el artífice del país en libertad en la que vivimos. Hace medio siglo parecía una tarea imposible. Pero el llamamiento a los españoles a ese efectivo consenso de concordia nacional está en la base de la España de hoy. Aunque a veces cueste trabajo verlo.
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