Fosforito, adiós certezas

En el cordobés había una especie de transparencia, de entrada diáfana al cante que marcó a las generaciones que le seguían.

Fosforito, verdad y belleza del cante

Fosforito, en un homenaje que le dedicaron en Huelva.
Fosforito, en un homenaje que le dedicaron en Huelva. / Alberto Domínguez

La primera vez que presenté el Concurso de Cante Jondo Antonio Mairena -uno de los más exigentes y tradicionalistas del mundo jondo- pude comprobar que, ante la prensa, todos los concursantes mencionaban inevitablemente, con más o menos sinceridad, a Antonio Mairena como su referente absoluto. Pero, como comprobé inmediatamente, imitar al maestro de los Alcores no les garantizaba hacerse con los primeros premios; muy al contrario, podía hacerles caer en el desfavorecedor terreno de las comparaciones. Tras la final, el ganador de aquel año me explicó en privado cómo había esquivado ese peligro: “Yo escucho a Fosforito, con él no te equivocas. Empieza por ahí y luego canta lo que te dé la gana”.

Desde entonces, la confesión de aquel joven artista me sirvió para comprender la categoría del maestro de Puente Genil, un referente inevitable para los cantaores, una especie de certeza con la que contar en momentos de duda. Algo parecido a un manual de instrucciones del cante. Lo enseñaba todo sin imponer nada, había una especie de transparencia, de entrada diáfana al cante que todos los aficionados hemos disfrutado, y todos los cantaores -incluidos los de su quinta- han podido aprovechar, aunque fuera secretamente. Su extensa y riquísima discografía es un ejemplo de la construcción de un legado, es decir, de generosidad y amor por lo que se hace; y marca un profundo contraste con esta una época en la que, contando con todos los medios técnicos, los cantaores apenas graban.

Aunque, como decimos, su influencia en las generaciones posteriores ha sido inmensa, y a pesar de contar con todas las distinciones habidas y por haber- se va la última Llave de Oro del Cante, concedida en 2005- no es la referencia más celebrada. Quizás no contaba con la sensualidad de otros ídolos de su generación -Camarón, Morente, Lebrijano- pero su arte emanaba certidumbre y sinceridad, dos ingredientes esenciales en la construcción del repertorio jondo, una disciplina que encumbra las raíces; y que él recorrió con la determinación de un obrero, siendo en realidad una estrella que agotaba las entradas en la época dorada de los festivales, cuando, para beneficio de la afición, los carteles estaban colmados de nombres relucientes.

Su obra tiene la parquedad y sabiduría de un catecismo, que él elevaba a base de entrega y emotividad, con esa voz algo áspera, pero de dicción perfecta, limitada aunque poderosa, pues con ella recorrió de cabo a rabo la inmensidad de la música flamenca, aun en los estilos menos populares o casi desconocidos. Nos aventuramos a decir que esa ha sido su principal aportación: más que entregarse a manierismos, señalar la riqueza inabarcable del cante y abrasarse en cada tercio, alcanzando la belleza por el camino más discreto y evidente. En esa tarea le acompañaron las mejores guitarras de su tiempo, de Paco de Lucía y Juan Habichuela a Enrique del Melchor, creando juntos, por alegrías, seguiriyas o minera, cumbres del clasicismo cantaor.

En esta nuestra era, marcada por la hiperconectividad, la sobre estimulación y la dispersión, el arte de Fosforito resulta reparador, un lugar seguro, una zona de confort, como diríamos en esa jerga pseudo terapéutica que se ha impuesto en todos los ámbitos. Se despide una certidumbre, una de las pocas que van quedando, a una edad diluviana, los 93 años, tiempo suficiente para comprobar cómo las teorías reduccionistas y mitológicas del cante ante las que mostró siempre una insobornable independencia se iban desmoronando ante la evidencia.

Se va el penúltimo nombre de la que muchos consideran la generación dorada del flamenco, la que triunfó en los años 60 y 70, con tiempo de haber tratado a los maestros -él, que trabajó con Valderrama y Pinto- y la osadía y la personalidad suficiente para desarrollar las posibilidades de renovación de un arte que él enriqueció en melodías y letras, sin aspavientos, mansamente, como se construyen las catedrales, en piedra y vidrio y para siempre.

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