Esa luz

Poco antes de estos días plomizos y lluviosos, una mañana vi llegar ya esa luz. Distinta, adolescente, escurriéndose por las rendijas del alma. Tímida y radiante, como la sonrisa que te regalaba, solo para ti, aquella niña que te gustaba tanto. Esa luz es eternamente nueva, porque cada año estrena la vida que trae prendida entre sus hebras. Por eso estrenamos siempre Domingo de Ramos, porque todo empieza de nuevo, como si cada vez fuese la primera. Ese es el cosquilleo en la barriga, el picor de la piel por un sol impaciente sobre la ropa aún de invierno, el respingo por un golpe que había sonado a redoble o llamador.

Esa luz invita a vivir y celebrar. A dejarnos sorprender por las primeras calles ya con hechuras de cofradía; por las convocatorias despellejando las paredes, llamando al incienso de un culto; por ese refilón de cera que huele a Semana Santa. Invita a ver la Giralda del color de la cara de la Estrella; a volver a descubrir las tardes, suaves como el perfil de la Buena Muerte; a ver el río reflejándose ya en los candelabros del Cachorro; o el horizonte recogido en la inmensidad del Valle de su mirada; o la anticipada nostalgia que nos evoca la Amargura. A esto invita esa luz nueva, generosa, vivificadora, que se transfigura en el tiempo más ansiado. El mismo que le duele a Montesinos, añorándolo en la distancia: “cuánta primavera para herirme guarda el aire de mi ciudad”.

Cuando llega la Cuaresma, esa luz ya ha pintado el cielo rebosante de Sevilla, la ha baldeado bautizándola de vida nueva y ha abierto de par en par sus puertas al misterio, al encuentro, al milagro. Y como niños jugando en el regazo blando y cálido de la abuela, así la ciudad nos observa complacida disponiéndonos a lo que se aproxima. Porque, pese a tanto empacho y exceso, otra vez será nueva la luz y nuevas las cofradías. Quizás por eso, Jesús Nazareno, la luz del mundo, la que hace nuevas todas las cosas y nueva cada Semana Santa, nos recibe hoy, primer viernes de marzo. Porque aquí empieza todo.