Relatos de verano

Braulio Ortiz Poole

Esparta no quiere a los obesos (VI)

21 de agosto 2015 - 01:00

TERESA María de Poveda averiguó siendo niña que poseía un don divino para la repostería, como quedó demostrado una mañana de 1758 en que ayudó a su madre a preparar rosquillas y un ángel se les apareció con el decidido propósito de desayunar. La presencia de aquel enviado celestial vino a ratificar lo que la pequeña ya barruntaba como una vocación: mientras otros críos contaban ovejas para poder dormirse, ella fantaseaba con las posibles combinaciones de la harina, la miel, los frutos secos y el huevo. El primer texto que redactó por voluntad propia fue su receta de hojaldre de higos y cacao, una fórmula deliciosa que su madre comunicó rápidamente a sus vecinas y que a la semana ya lideraba el top ten de los escritos más reproducidos por los copistas.

Cuando creció, Teresa María desoyó algunas insistentes peticiones de matrimonio (¿eran insistentes precisamente porque ella las desoía?) y, sabiéndose tocada por la gracia, decidió ingresar en un convento de Aranda del Duero en el que pudiese dar rienda suelta a su virtuosismo en la elaboración de dulces. La leyenda de la monja que hace la mejor repostería del mundo no sólo animó el turismo de la zona, gracias a los golosos que se desplazaban hasta allí para cerciorarse de que ese mito tenía fundamento; además, su celebridad cruzó las fronteras, y sus bombones y bollos comenzaron a ser solicitados por reyes extranjeros.

Pero Sor Teresa María tenía una debilidad que revelaba que su condición se hallaba más cerca de los hombres que de los dioses. Le agradaba de tal modo su afición que no podía resistirse... y se comía la mayor parte de su producción. Al principio sólo mordisqueaba alguno de sus pastelillos, pero con el tiempo la prueba se convirtió en una experiencia mística en la que la religiosa entraba en éxtasis y devoraba todo lo que encontraba a su alcance. "Dios creó el azúcar para que supiéramos por adelantado cómo es el Paraíso", sostenía ante el sacerdote con el que se confesaba.

Aunque su voracidad se había desmadrado de tal manera que no tenía ya justificación: a los 25 años pesaba 145 kilos, respiraba dificultosamente y no podía agacharse a atarse los cordones de los zapatos, un detalle sin importancia ya que la monja pertenecía a una congregación de hermanas descalzas. Pero su gula estaba generando verdadero malestar en su comunidad, y principalmente en la madre superiora, que advertía con turbación cómo las cuentas no salían e iban a tener que recurrir a un obrador de fuera para responder a la demanda. Sor Teresa María solía llorar sin moderación, abochornada, mientras recibía el rapapolvo, y hacía un firme propósito de enmienda... que luego no se sentía capaz de cumplir.

Sin embargo, una tarde ocurrió algo prodigioso que modificaría su destino. Terminaba de hornear Sor Teresa María unas empanadillitas de nueces, cuando notó un agradable cosquilleo en sus pies desnudos. Miró hacia abajo y descubrió con pánico, entre sus dedos, una cucaracha, un insecto por el que la mujer sentía verdadero asco, de proporciones casi mitológicas: poseía un tamaño mayúsculo, y al sol de la sobremesa se le veían unas alas de un pronunciado cobrizo. Sor Teresa María gritó y corrió por la estancia sobresaltada, pero, tras el susto, una vez que la cucaracha hubo desaparecido, la monja comprendió con júbilo que aquella visión le había repugnado tanto que se le había cerrado el estómago. ¡Era incapaz de probar bocado! ¡Había dejado de tener hambre!

Desde esa jornada, cada vez que se afanaba en la cocina, Sor Teresa María rezaba al Señor para que reapareciera esa cucaracha y, siempre, cuando ya los olores a canela o jengibre embargaban los sentidos de la hermana y sus ansias se antojaban irrefrenables, sus ruegos expresados con tanta devoción eran cumplidos por la misericordia divina. Gracias a este increíble método, la monja repostera consiguió entregar, durante meses, sus bandejas de dulces intactas y perder kilos a un ritmo vertiginoso.

-Los caminos del Señor son misteriosos -sentenció la madre superiora cuando conoció la sorprendente historia de la cucaracha, presintiendo que ese cuento milagrero, bien difundido entre la población, podría atraer a mayor número de fieles y reportarles nuevos beneficios.

El renombre que adquirió Sor Teresa María en su época motivó que el pintor italiano Giuseppe Tomasso di Candelucci le dedicara un retrato. El lienzo inmortaliza a la hermana con semblante de éxtasis y el cuerpo en estado de levitación, apartando de sí la tentación de una bollería lustrosa y humeante, mientras una cucaracha dorada, a un lado de la pintura, alza el vuelo hacia la luz de una ventana. Una leyenda, en el margen inferior izquierdo del cuadro, reza: Dios ayuda a los pecadores a enderezar su rumbo.

Dos siglos y medio después, el doctor Viera quedó intrigado por ese óleo en una visita al Museo del Prado, donde la obra se exponía. Las raras vivencias de Sor Teresa María, que el médico investigó posteriormente, le sugirieron ahondar por un terreno en el que él sopesaba adentrarse desde hacía tiempo: la utilización de imágenes impactantes para combatir el hambre. Se trataba de usar las posibilidades de los avances tecnológicos y suministrar a los interesados en adelgazar un simple disco con escenas brutales que debía verse justo antes de cada comida, para que los espectadores de ese material perdieran el apetito de golpe y se enfrentaran con otro ánimo a su alimentación.

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