La lluvia en Sevilla

Jardín americano

Solo espero que, si algún día arreglan el Jardín, lo hagan con la sensibilidad que se merece

He dudado a lo grande acerca de si escribir o no este artículo. Por coherencia vital e intelectual, por egoísmo puro y, sobre todo, porque me daría más miedo –dije lo mismo cuando el anterior equipo de gobierno anunció que iba a arreglar el Paseo de la O– el remedio que la enfermedad. El titular es el siguiente: el Jardín Americano está dejado de la mano de dios. Decía que casi prefiero no tocar el tema porque –coherencia vital– en realidad no me gustan los parques, solo los uso a modo de consolación: a mí lo que me gusta es el bosque, y ese jardín tan descuidado ha cogido hechura salvaje de paraje onírico, lisérgico incluso, de esos de los cuentos en los que duermen arquetípicos lobos, duendes, hadas y brujas. Digo más: el paseo, que corre paralelo al canal y a los antiguos pabellones de la Expo, tiene trazas apocalípticas, de ruina posmoderna donde la vegetación y los bichos han vencido a la vanidad universal. Tampoco lo quiero tocar por coherencia intelectual: soy hermana de la cofradía del Tercer Paisaje, de Gilles Clément, y de su idea de jardín en movimiento. En el fondo, lo que protege este jardín es su abandono, pues lo convierte en un auténtico festín de la diversidad (juro haber visto en sus ribazos variedades de setas quizá por catalogar). Esto conecta con mi egoísmo: ese paseo lo transitamos muy pocas personas, porque incluso hay tramos en que no hay tal paseo porque se lo ha comido la maleza. Las latas de refrescos en las papeleras se han oxidado y, en los troncos vencidos sobre el agua descansan pájaros salidos de un cuento de Poe. Y conecta con mi miedo, el de que un día, por arreglarlo, vayan mucho más allá de limpiarlo de basura y esvásticas grafiteadas y le arrebaten el silencio y perdamos la ocasión de aprovechar lo que el olvido ha sembrado: un territorio en espera, una metáfora no necesariamente negativa.

Me atrevo a tocar con mis palabras el Jardín Americano no para decir “a ver si lo arreglan” –que falta le hace, como poco, para dejar de temer que nos salga al paso el Hombre Lobo de Pino Montano–; sino para desear que, el día que aborden su aprovechamiento para la ciudadanía, lo hagan con la sensibilidad que se merece, respetando su diseño paisajista, las especies americanas que en su día se plantaron y a la vez observando la riqueza del desorden que el tiempo ha sembrado. Lo fácil es entrar a lo bestia y convertirlo en un mero circuito de runners, a un espacio más atacado por el ruido. El reto consiste en aprovechar las condiciones de este curioso espacio sin arrasar con él; en tomarlo como una ocasión para repensar las alianzas entre la naturaleza y la ciudad. Ahí, bajo un paraje muy descuidado, duerme un potencial laboratorio de belleza. Si se quisiera.

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