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La tribuna

manuel Ruiz Zamora

Lecciones magistrales del Follonero

LA Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla, una de las más reputadas, como es bien sabido, en la escena académica internacional, ha tenido este año la brillante idea de conceder el honor de inaugurar el curso académico al insigne comunicador (signifique el término lo que signifique) Jordi Évole, más conocido en sus anteriores vidas mediáticas por el imaginativo sobrenombre del Follonero. Con ello, esta Facultad consigue superarse a sí misma, algo realmente difícil si tenemos en cuenta que el año anterior dicha distinción recayó en la periodista, no menos intrépida y desenvuelta, Ana Pastor. La idea de abrir el curso con semejantes adalides de la comunicación (signifique el término lo que signifique) ha partido, al parecer, de los propios alumnos, aunque haya sido refrendada, cabría decir, casi con entusiasmo, por el cuerpo docente, lo que vendría a demostrar que el asamblearismo organizativo no tiene por qué estar reñido con altas cotas de excelencia académica.

Frente a aquellos que consideran que este tipo de iniciativas, aparentemente tan chocarreras, no son sino demostraciones patentes del preocupante grado de irrelevancia que ha alcanzado la universidad española, en general, y esa cosa difusa que conocemos con el nombre de Humanidades, en particular, yo creo que lo que la Facultad de Comunicación, en su excelsa sabiduría, ha abordado ha sido una experiencia inédita de hondo calado pedagógico: elevar a la categoría de referencia negativa una determinada forma de entender el periodismo, de la misma forma que en lógica es posible llegar a conclusiones verdaderas partiendo de premisas falsas. Se les comienza mostrando a los alumnos lo que no debe ser la profesión para irles desplegando más tarde, a lo largo del curso académico, una idea de la misma en la que esa cosa improbable que es la verdad juegue al menos el papel de lo que Kant llamaba un ideal regulativo.

El mejor periodismo contiene siempre una dimensión inequívocamente filosófica. Al igual que el filósofo, el periodista, no es sólo alguien que no sabe, sino alguien que debería saber que no sabe. Por supuesto, tendrá sus ideas y sus creencias, sus preferencias y sus prejuicios, pero ha de evitar, en la medida de lo posible, que se interfieran en el orden de sus pesquisas y alteren irremisiblemente los resultados. Lo peor que le puede ocurrir a un profesional del periodismo es, precisamente, que sus conclusiones se encuentren ya contenidas en sus principios, sobre todo si éstos apenas van más allá de unas cuantas convicciones poco menos que rupestres. Pues bien, tal es la metodología de la comunicación que practica el Follonero, el cual despliega frente al espectador una apariencia de investigación en la que todas las conclusiones ya están contenidas en la dirección que marcan las premisas ideológicas, invariablemente sectarias, del interfecto. No hay una sola coma que se salga del guión. Para que ello sea así, se organiza una escenografía de figurantes cuidadosamente escogidos cuya única función consiste en refrendar punto por punto la carnaza ideológica que le reclama la audiencia. Por eso, si hubiera alguien por ahí que se atreviera a calificar estas prácticas como periodismo basura, no sería yo quien saliera a desmentirlo.

Pero es mucho peor lo que este personaje representa en términos de educación para la ciudadanía, esa cuenta eternamente pendiente en un país al que sus políticos (tal es su mayor responsabilidad en la crisis) han conseguido mantener en un permanente estado de infantilismo moral. El Follonero opera como una de las referencias más significativas de esa parte, al parecer cada vez más nutrida, de la población que considera que los políticos no los representan porque prefieren verse representados por demagogos demasiado parecidos a sí mismos. Son aquellos que practican, a menudo con envidiable desenvoltura, lo que podríamos denominar "ética de la irresponsabilidad", que consiste, básicamente, en la convicción de que los derechos se solapan con los deseos y que éstos no son sino una traducción literal de sus propios caprichos.

La responsabilidad bien entendida, para este tipo de ciudadanos, no comienza nunca por uno mismo. Lo que hay detrás de todo ello no es sino un vulgar nihilismo antisistema cuya lógica interna, llevada hasta sus últimas consecuencias, conduce inexorablemente a los aledaños del totalitarismo. Por eso, me parecen tan plausibles estas experiencias de pedagogía democrática que con las que a veces nos sorprende la universidad española (en la Complutense están llegando a un verdadero grado de virtuosismo), y en las que lo ideológico es discriminado sin contemplaciones en aras de lo científico. Me atrevería a sugerir, incluso, que el año próximo se abriera una nueva línea de investigación y la apertura del curso corriera a cargo de Belén Estaban o de Coto Matamoros. Pero, en fin, eso es algo que habrán de decidir los alumnos.

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