La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sánchez entra en los templos cuando quiere
En Sevilla, ciudad tan parecida a Roma en tantos aspectos, tenemos también nuestro Ratzinger particular, nuestro ejemplo de saber marcharse, de saber estar sin estar, de saber medir los tiempos y las distancias, de saber cuál es el papel específico de quien tuvo hasta hace poco todos los papeles. El papa Francisco vive en la residencia de Santa Marta. Y el emérito alemán muy cerquita, en las dependencias del convento que se otea desde los ventanales de los Museos Vaticanos. Nadie puede decir que Ratzinger haya dicho una palabra más alta que otra desde que renunció al ministerio petrino. Ni nadie puede afirmar que don Juan José Asenjo, arzobispo emérito de Sevilla, haya puesto un palo en la rueda una vez que comenzó un nuevo pontificado en la Iglesia de Sevilla. Roma y Sevilla se parecen en la conducta ejemplar de los eméritos. Ojalá se parecieran también en los palacios, pero mientras el de España, sede de la Embajada ante la Santa Sede, es un ejemplo de cómo se debe conservar un inmueble que cumple 400 años, el de San Telmo es un edificio barroco que en su interior ha perdido suntuosidad, personalidad, sabor, estilo y sello en favor de una estética aséptica, de lámparas catetas, caras y minimalistas; galerías huecas, anodinas, vacías e insulsas.
Los mismos tontos que venden que los sevillanos debemos viajar “para valorar lo que hay fuera”, nos vendieron el cuento de una rehabilitación modélica, pero debe ser que ellos no siguen su propio consejo. Porque cada viaje al Palacio de España de Roma es un revivir la barbaridad cometida en San Telmo. Esperemos que el progresismo de salón respete nuestro parecer. Debe ser que ocurre como en la Plaza de la Encarnación, que nos tenemos que tragar lo que se hizo (las setas) porque antes había ratas y coches mal aparcados. Recordaba la dolorosa comparación entre un palacio (el romano, preciosamente conservado) y el sevillano (al que hasta Susana Díaz tuvo que añadir un sofá blanco para ganar en luz en su despacho) a cuenta del profundo amor que nuestro don Juan José tiene por el Arte, del que es un consumado especialista. Tanto que siempre tiene tiempo para ofrecerse a enseñar las joyas de su preciosa tierra natal de Sigüenza. Sevilla tiene un emérito que sabe guardar silencio, aguantar lo que no cuenta ni contará, vivir en oración, dejarse querer por tantos sevillanos que le siguen pidiendo cita para visitarle o compartir esos almuerzos tan agradables. Nos llega estos días su felicitación y bendición para las Pascuas, con el hermoso texto de San Juan de Ávila, y sólo podemos corresponderle con afecto público. No tenemos un palacio barroco en San Telmo, pero sí gratitud por un emérito ejemplar.
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