César Romero

Escritor

La agonía de los toros (I)

No se trata de la agonía de estos animales sino de la fiesta de los toros, de cómo una tradición que enfrentaba deportivamente a los españoles cual forofos de equipos de fútbol ahora, o los sacaba por miles a la calle cuando un torero moría en la plaza (no hay que remontarse a hace justo un siglo, cuando Joselito murió en Talavera de la Reina, uno ha visto un río de gente tras el féretro de Paquirri, hace un tercio largo de siglo), ha ido decayendo y, algo peor, empieza a ser vista por una nada silenciosa mayoría como una animalada. ¿A qué se debe esto? Ahí van algunos posibles motivos:

1.- El factor Disney. Decía Ferlosio que Miguel Ángel hizo más por la fe católica, con sus pinturas y esculturas, que todos los papas juntos. Muy probablemente Walt Disney y su factoría hayan cambiado para siempre la visión que tienen los urbanitas (la mayoría de la población occidental) de los animales. La hominización de los animales, la domesticación ficticia, aun de los más salvajes, que supone verlos hablar y reír y comportarse como seres humanos en las pantallas de cines y teles, ha calado tanto en varias generaciones que ya es inútil hacer ver que un animal salvaje te mata si su instinto se lo manda; que los animales no son sujetos de derechos (los derechos se ejercen o no, es decir, conllevan una responsabilidad, y los animales son irresponsables), que sí, no hay que ser un salvaje con ellos, pero la fiesta de los toros no es una salvajada, y precisamente tiene sus reglas porque conoce la naturaleza del toro como nadie (¿cuántos toreros acaban siendo ganaderos de estas reses bravas?); y que si las corridas no existieran esta especie ya se habría extinguido, como ha sucedido donde no se celebran.

Disney ha cambiado para siempre la visión que tienen los urbanitas de los animales

2.- La crisis de las liturgias. El inolvidable Santiago Amón hablaba de la importancia de las liturgias en la vida. Las formas (saludarse, hablar con corrección, ir acicalado, guardar la compostura), los atavíos (la estola en el sacerdote, las puñetas en el juez, la gorra de plato en el militar, la bata blanca en el sanitario, la corbata en el político), los ritos (en una boda, en un juicio, en una votación) son vistos ahora como rigideces prescindibles, envaramientos inútiles que esconden la vida verdadera y hacen perder cercanía o llaneza, corsés que oprimen y alejan el contacto humano. Más allá de que uno lo dude, es más, de que esté convencido de que sin ciertos ritos y formalidades la vida quizá pierda parte de su sentido (¿acaso estas formas no se lo dan a muchos actos que sin ellas buena parte de las veces serían un sinsentido, algo hueco?), este descreimiento actual de la sociedad en los ritos y las formas hace que cualquier acto sustentado en ambos sea puesto en entredicho, mirado con ojo crítico, con distancia. Y pocos hay más tasados y sujetos a rigores formales (desde el traje de luces hasta los tercios de las corridas, pasando por sus reglas no escritas) que una corrida de toros.

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