La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las gildas conquistan Sevilla
Caminaban por las calles del centro ajenas a la lluvia que alborota el tráfico, a la invasión turística y a si habrá o no presupuesto en la ciudad el próximo año. Ellas son la imagen de la Sevilla más honorable, la prueba de que una ciudad más buena es posible, el aldabonazo de que se puede ser feliz haciendo el bien, con sencillez, discreción y sin un teléfono móvil. Son las lamparillas de guardia de una ciudad que soporta un ruido que nunca provoca el tembleque de sus mejores cimientos. Avanzaban decididas por la estrechez de una acera cuando los coches impedían cualquier alivio sobre la calzada. Unas señoras las pararon, les dieron parabienes, les entregaron alguna ayuda y ellas sonrieron. Tantas veces se pregunta uno la razón por la que hacen cola los turistas en bares de medio pelo, cuando la verdadera pregunta sería a las hermanas de la Cruz para cuestionarles por su labor: hacia dónde van, cuál es su cometido, quién recibirá su compañía, cómo se encuentran tras pasar la noche con los enfermos... Qué importa el algoritmo que dirige el turismo bobo, consumista y sin criterio de un sitio a otro. La ciudad real no está en los organigramas oficiales, ni en las estadísticas del aeropuerto, ni en el fotocol de las veladas benéficas. Está en la vida cotidiana que es el motor de las horas. En el atasco por la lluvia que retrasa los autobuses escolares, en la sala de espera de las Urgencias del Macarena, termómetro de la Sevilla en directo, lugar idóneo para que todo baranda no pierda el Norte.
Ellas caminaban por el adoquinado humedecido de la calle Vírgenes con la sonrisa esculpida en el rostro. Atrás dejamos al farmacéutico Álvaro Román Molina en tareas de achique de agua en la Puerta de Carmona, después despedimos al Jesús sentado que llora en la ventana de San Esteban, que no cabe expresión más humana en un rostro tan divino, y para rematar esa Sevilla mejor nos encontramos con las dos hermanas de la Cruz que andaban veloces como madres al quite de un bebé en peligro, como nazarenos de ruan temerosos de llegar tarde al templo. Que el ruido no nos deje saborear los tornos (“Ave María Purísma”), la tranquilidad de las glorietas del Parque, la serenidad de una sala del Museo, el frescor de la orilla del río, la soledad de una barra de taberna a primera hora, la sombra de la arboleda de la Magdalena que ahuyenta el relente, el júbilo de los bares de barrio en el encanto de las jornadas laborables, la algarabía de la tarde infantil de la Alfalfa con el aderezo de la alegría de Manolito el de la Trastienda y, cómo no, el caminar de dos hijas de Sor Ángela, brújulas exactas de la esperanza cierta en una sociedad mejor.
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