La aldaba

Carlos Navarro Antolín

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El centenario del cura Javierre, el aragonés integrado en Sevilla

Nació el 5 de marzo de 1924, hoy hace cien años, el cura que dejó una profunda huella en la ciudad Ramón Ybarra, duodécima estación Las calles más incómodas de Sevilla

El cura José María Javierre.

El cura José María Javierre. / M. G. (Sevilla)

Nunca quiso tomar posesión como canónigo de la Catedral. Ni siquiera se tomó las medidas del traje. Rehuyó todos los honores posibles. Murió a los 85 años en la ciudad a la que vino para cuatro días, con motivo de un trabajo sobre el beato Marcelo Spínola, y en la que se quedó para siempre. Nació en Lanaja (Huesca) tal día como hoy de 1924. José María Javierre fue una figura imprescindible para el periodismo, la Iglesia de Sevilla y Andalucía. Por eso la Archidiócesis le debe un gran homenaje en su centenario, como le pidió el agregado eclesiástico de la Embajada de España ante la Santa Sede, el también cura y periodista Antonio Pelayo, al arzobispo Saiz en el encuentro privado que mantuvieron la pasada cuaresma en Sevilla. Javierre era el cura, el periodista, el escritor, el intelectual, el luchador por las causas de Santa Ángela, el coordinador de la gran enciclopedia de Andalucía, el cronista de los cónclaves, el busto parlante que despedía la programación de Televisión Española en blanco y negro con las reflexiones finales del día, el pregonero de la Semana Santa que hizo reír al auditorio con cánticos a la Canina y sueños de pasos de palio meciéndose por la plaza de San Pedro en el Vaticano, el eterno conversador, el aragonés que se ganó a Sevilla, el vecino del Paseo de Colón 11, en casa de los Fernández Palacios, el sevillano adoptado que se llevó años viviendo la penitencia de su particular gerundio (“¿Javierre? Muriéndose”) con sentido del humor, resignación y ejemplo de superación.

Luchó literalmente por las libertades en los años de la Transición. Era hermano de un gran cardenal, Antonio María, influyente español en la curia vaticana. Se murió dejando una pila de libros en su despacho que llegaba al techo, en la casa de su familia de acogida, donde fue feliz durante cinco décadas. Una vez me contó que su secreto para integrarse en la ciudad fue seguir un consejo de Romero Murube: “Me decía siempre Joaquín que la diferencia entre Sevilla y otras ciudades es que aquí antes que formar grupos abiertos se constituyen grupos cerrados, antes que formar un coro se prefiere pagarle a uno para que salga al escenario y nos divierta a todos. Nos gusta contemplar qué pasa por los ventanales del casino”. Recorrió el mundo con Sevilla como base. A su tenacidad debemos el conocimiento de tres de nuestros grandes santos: Sor Ángela de la Cruz, Marcelo Spínola y Maestre y Francisco de Paula Tarín Arnau. Un Hijo Adoptivo de la ciudad que bien merece un recuerdo en su centenario.

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