Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
En la colección de pestiños de Sevilla los hay que por fortuna tienen poca fama, caso de esos cuerpos consulares de medio pelo donde solo brillan el de Turquía por su caseta de Feria y un señor que representa a Italia que es muy amable y tiene aspecto de español del siglo XIX que destaca por sus convocatorias en el barrio de Santa Cruz y otras en el pais transalpino (sin rima) a las que hasta acuden algunos de los escasos financieros de la ciudad. Recuerdo un cónsul honorario que en una procesión del 15 de agosto mandó llamar a un fotógrafo para entregarle su tarjeta personal con la intención de que en la redacción no nos equivocáramos a la hora de redactar el pie de foto. Un poco pretencioso era el buen hombre. Pecados de micro-vanidad, se llaman. Se perdonan, claro. El compañero me hizo llegar la tarjeta y se leía: "Cónsul de Letonia". Aquello sonaba a país participante de Eurovisión, a la que es es mejor, por cierto, que no acudamos ni este año ni ninguno más. Todo resultaba un tanto irrisorio, pero algunos de estos cónsules de bajo coste se dan mucha prestancia. Alfonso Guerra denunció con todo acierto en su brillante discurso de la noche del reciente XIII Premio Clavero que sufrimos una "narcisismo fatuo" por el que hay quienes "fríen un huevo" y lo publican en Instagram. Basta ver las cuentas de algunos dirigentes públicos. Pues eso, hay cónsules honorarios que se consideran embajadores de España ante la Santa Sede y la Soberana Orden de Malta. Son una tortura. Los verdaderos y genuinos cónsules son los taberneros. ¿O acaso Rogelio Gómez Trifón no lo es de Cantabria? Como lo era el desaparecido restaurante Asturias de la Avenida Ramón y Cajal. Y eso sin dejar pasar por alto la clase que tiene la cónsul de Portugal en Sevilla, doña Claudia Boesch, diplomática de carrera (de las de verdad) que mantiene vivo el precioso edificio que evoca esa Sevilla emergente de principios del siglo XX que se expandió por el Sur y que sufrió el frenazo de la Guerra Civil. Hoy hay que distinguir más que nunca a quienes tienden puentes de quienes copan las fotos del colorín mediocre que poco tienen que ver con la pretendida Sevilla de los Montpensier. Distingan el jamón de la paletilla. El Navidul, para la copa navdeña de empresa navideña con vasos de plástico.
Si uno quiere probar la Sanlúcar de Barrameda sin Plaza del Cabildo, pero exento de bullas de turistas sin criterio puede acercarse a la taberna Chiguato de la calle Pagés del Corro. Sin pretensiones, sin discursos de metres pesados que adquieren un protagonismo peñazo. Chiguato es un consulado de Bajo de Guía en pleno barrio de Triana, como hay tantos consulados alejados del centro que desarrollan su tarea en silencio, con discreción. Como esos bares asturianos en barrios como el de Nervión, o los gallegos en el sector de la Puerta Osario, los argentinos junto a la estación de Santa Justa, o los italianos que perdimos en la barriada de la antigua Cruzcampo, como aquel antiguo Dapino. El Chiguato de Pagés de Corro, de Francisco Senra, cumple ese objetivo de desconcentrar el turismo del centro, sacar al personal de las calles de siempre, favorecer que el público acuda a sitios distintos a esos tablaos comerciales de taconeo, aceitunas y trocitos de adobo. Nada como una taberna bien organizada para representar un trozo de la mejor Andalucía, como es el caso. Y sin que te castigue un político sanluqueño con la chapa habitual.
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