¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Ussía, el último acto del “otro 27”
Avanza septiembre sin soltar de la mano el calor que tiende a ser cada día más húmedo como transición parsimoniosa hacia el otoño. El verano busca echarse por San Miguel para dejarnos a punto para los días de nueces, higos, manzanas secas, huesos de santo y acaso las primeras mangas largas que cada vez se retrasan más en una sociedad donde todo se precipita con ansiedad. Septiembre es el mes del inicio, de las crisis que conllevan todo cambio. Y ahí están incluidos los nuevos destinos para muchos sacerdotes de la provincia. El de la Sierra Morena pasa a la Vega, el de la Vega a la Campiña, el de la Campiña a la capital... Los curas de pueblo son la infantería del clero, los más jóvenes y entusiastas, los que tantas veces se quedan solos en los pueblos que han de darles el afecto, las atenciones y el calor necesarios. Curas de 20, 25 o 30 años. Algunos suman lustros en una localidad donde han echado fuertes raíces y el obispo los deja sin fecha de cambio, pero la mayoría cambian a los seis años, incluso antes por necesidades del guion. Pasan los años y muchos son recordados por sus obras: la reparación de las cubiertas, la construcción de los salones para las catequesis y otras funciones, la activación de Cáritas, la recuperación del esplendor del retablo mayor... Se marchan de un pueblo y dejan su labor, el recuerdo en los corazones de tantos vecinos, la imagen de sencillez al celebrar la misa calzados con esparteras, como nazarenos de ruan en una Madrugada...
Los curas de pueblo son como médicos de guardia, urgenciólogos de las almas, se mueven tantas veces en la frontera de la fe, en trincheras complejas de fervores disparados o en el dique seco que no remueve ni una manifestación de piedad popular. Ahí están con el armario de la sacristía sin tantas albas, con un patrimonio tantas veces de alto valor histórico-artístico, pero sin recursos para ser mantenido; con el temor a que un temporal acabe con el tejado de su casa, con reacciones a veces hostiles que han de soportar con el abrazo a la cruz... Estos días se mudan, cambian de destino. Y a veces los del pueblo se enojan por su marcha, no entienden que ellos dependen del arzobispo, quien conoce las necesidades de cada municipio y las circunstancias de cada uno. En ocasiones se fletan autobuses para acompañar y dar calor al cura en la toma de posesión de su nueva parroquia. Y esa es la mayor prueba de gratitud. Se celebran las misas de acción de gracias, de despedida, y afloran las lágrimas. Se trata de otra prueba de reconocimiento a los años dedicados a municipios a veces de dos mil o tres mil habitantes. Pero nunca se sacuden las sandalias, nunca agitan las esparteras. Con ellos irá siempre el afecto de la gente buena de esos pueblos. Hoy hay sacerdotes de la capital, algunos incluso canónigos de la Catedral, que presumen con orgullo de haber ejercido el ministerio en Lora, Cazalla, Morón, Pilas... Una provincia que imprime carácter. Y las esparteras siempre deben estar previstas.
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