César Romero, escritor: “Me guste o no, Sevilla es ya como mi cuerpo. Es la ciudad que tengo”

César Romero | Escritor

Funcionario para comer y escritor para vivir, este sevillano acaba de ser merecedor del Premio Libro de Cuentos Fundación MonteLeón con ‘Piel quebrada’, y ha reunido sus artículos en ‘Un opinante calmado’ Germán Teruel: “Estamos convirtiendo la Constitución en un cascarón de huevo”Alejandro Jiménez, arqueólogo: “Mi abuela removía el cisco con una espada romana”

César Romero, en su despacho. / José Ángel García

César Romero (Sevilla, 1970) nos recibe con una botella de DYC 8 años, que pone sobre la mesa de un comedor rodeado de libros. Aquí se va a hablar de cosas importantes: literatura, personajes, muertos y algunos toreros vivos. Viste camisa azul y unos pantalones de hilo blanco bien planchados. Como es habitual en él, luce una media sonrisa que rara vez se desborda. Es serio e irónico; tranquilo y estoico. Licenciado en Derecho y Ciencias de la Información, César Romero sacó unas oposiciones de postín al Ayuntamiento de Sevilla cuando aún era un pipiolo recién salido de la Universidad. Su objetivo: tener la cuestión alimenticia resuelta para dedicarse a su verdadera vocación, la literatura. Colaborador habitual de Diario de Sevilla, su carrera literaria, jalonada por algunos premios y la pugna eterna con las editoriales, ha dado como fruto varios libros de relatos: ‘La cerilla de Faulkner’ (1998), ‘Todo suena’ (2007) y ‘El susurro de los arbustos’ (2011). También las novelas ‘Tierra de orates’ (2001) y ‘Campos de minas’ (2009), así como los relatos autobiográficos ‘Nunca acaba septiembre’ (2015) y ‘Leve edad’ (2020). Acaba de ser merecedor del Premio Libro de Cuentos Fundación MonteLeón con ‘Piel quebrada’ y ha recopilado sus mejores artículos periodísticos en ‘Un opinante calmado’.

Pregunta.–Tiene el gran honor de ser ciudadano honorífico del Reino de Redonda, el estado sin territorio creado por Javier Marías.

Respuesta.–Conocí a Javier Marías a través de su padre, Julián Marías. A éste lo leí primero y en mi biblioteca sus libros están en la zona más importante. Me gustaba mucho la filosofía, incluso llegué a plantearme estudiar la carrera, pero el ambiente de la facultad de Sevilla no me resultaba atractivo. Había dos bloques: los del Opus y los anti-Opus. Pasé. La filosofía española, la de Ortega y su discípulo Marías, siempre ha estado muy infravalorada. En la facultad la consideraban de segunda.

P.–¿Demasiado ensayística?

R.–Yo creo que es porque se entiende muy bien, algo que no gusta a los que viven de la filosofía. Las cosas tienen que ser incomprensibles. Tipo Heidegger.

P.–Ahora parece que hay algunos que vuelven a reivindicar a Ortega.

R.–Incluso lo intentan llevar a su redil. Fíjese, Juan Luis Cebrián, que echó a Marías de El País, pese a que había formado parte del Consejo Fundador del periódico. Luego ha intentado posar de gran orteguiano.

P.–¿Pero usted tuvo alguna relación con Julián Marías?

R.–Sí. Tenía 18 o 19 años y le mandaba cartas. Lo increíble es que me contestaba. En una de esas cartas me comentó que tenía un hijo llamado Javier que escribía y así fue como empecé a leerlo. Aún no había publicado Corazón tan blanco. Empezamos a escribirnos y yo reseñaba sus libros en Diario de Sevilla.

P.–¿Y ser ciudadano de Redonda le supone alguna obligación o pago de tributo?

R.–Ninguna. Además, ahora no tenemos rey. He propuesto en un artículo que sea Juan Bonilla. Es un reino donde hay más nobles que ciudadanos.

En el Reino de Redonda hay más nobles que ciudadanos

P.–Usted es funcionario del Ayuntamiento de Sevilla. Venía a esta entrevista pensando en otros ejemplos similares.

R.–Deje que piense... Pepe Serrallé... Romero Murube trabajaba en el Alcázar y Alfonso Grosso era funcionario del antiguo Instituto Nacional de Estadística. Vicente Tortajada fue secretario de varios ayuntamientos. De mi categoría, Técnico de Administración General, está Luis Mateo Díez, hijo también de un secretario de ayuntamiento. Es curioso, los funcionarios de la administración local suelen tener algún vínculo familiar con su cargo. Yo no, aunque mi padre trabajó de chico de los recados para el Ayuntamiento de Villanueva del Río y Minas, pero lo dejó cuando se fue a la mili.

P.–Muñoz Molina defendió alguna vez que el de funcionario es el trabajo ideal para un escritor, ya que te deja las tardes libres para escribir.

R.–Esa era mi idea, aunque para escribir las mejores horas son las de la mañana. Como le ocurrió a Muñoz Molina, todos soñamos con dar un pelotazo con una novela y poder pedir la excedencia. Pero Muñoz Molina solo hay uno entre miles. La suerte en estas cosas es muy importante.

P.–Usted se licenció en Derecho y Ciencias de la Información.

R.–Empecé Derecho y un día, en el Rectorado, vi que había una cola. Pregunté para qué era y me dijeron que para la preinscripción de la nueva facultad de Periodismo. La eché y empecé la carrera. Derecho la seguí por libre. Me gustaba más el ambiente de Ciencias de la Información.

P.–Delibes decía que él aprendió a escribir leyendo el Curso de Derecho Mercantil, de Joaquín Garrigues.

R.–Recién empezada mi carrera como funcionario fui a un curso impartido por Jesús González Pérez, uno de los grandes del Derecho Administrativo español. Allí presumió de haber escrito el Reglamento de Servicio de 1955 sin usar ni un solo punto y aparte. “Y ahora se leen ustedes una ley y no la entiende nadie”, dijo.

P.–¿Algún antecedente familiar en su vocación literaria?

R.–En mi casa no había libros. Mi padre era bancario y mi madre ama de casa. No había ninguna afición a la lectura. Ahora yo tengo dos hijos que leen nada o muy poco. Eso de que si los hijos te ven leer se contagian... depende...unas veces sí y otras no.

P.–Siempre se dice que Sevilla no es ciudad de novelas. Un tópico más.

R.–No es cierto. Los narraluces hicieron muy buenas novelas sobre Sevilla. La prosa de Ferrand en Con la noche a cuestas es todavía moderna. Mucho más que la de Delibes, cuyos libros se me caen hoy de las manos, tienes que ir continuamente al diccionario.

P.–A Trapiello también le gusta colocar palabras arqueológicas o campestres en sus textos, lo cual, para mí, tiene su atractivo.

R.–Lo siento, pero soy ateo de Trapiello. No soy devoto.

Cada vez tengo más sensación de escribir para algunos muertos

P.–¿Qué le parece Sevilla como ciudad?

R.–Soy funcionario municipal, no me haga hablar... Llevo toda la vida viviendo aquí. Me guste o no, la ciudad es ya como mi cuerpo. Es la que tengo. Me cansa lo de la Semana Santa, la Feria y todo eso, pero te das cuenta de que es mejor entretenerse con las cofradías que con la kale borroka o las esteladas. Como todas las ciudades, Sevilla va perdiendo su identidad. Le pasa hasta a las croquetas de Casa Ricardo.

P.–Acaba de sacar un libro con una antología de sus artículos Un opinante calmado. ¿Así se ve como articulista?

R.–Me gusta decir cosas fuertes con maneras suaves. Y, sobre todo, el uso de la ironía. Uso los juegos de palabras sin cargar, sin ser un Cabrera Infante. Como articulista intento buscar temas y asuntos que no estén muy trillados. Soy más moderado que extremista.

P.–¿No entra en la polarización?

R.–No me gusta la palabra polarizado, me recuerda a las gafas de sol.

P.–Veo que su biblioteca es muy ecléctica en autores y materias: Sáchez Albornoz, Perucho, Azaña, Chirbes, Ortega... ¿Cuáles son sus referencias como escritor?

R.–Después de Javier Marías, creo que Álvaro Pombo es el mejor escritor español a partir de la Transición. También me interesan Azúa, Savater... He leído mucho a Vila-Matas, pero últimamente me cansa. No sé por qué.

P.–¿Y más jóvenes?

R.–Juan Bonilla, Sara Mesa, Enrique García-Máiquez. Los poetas del 63: Benítez Ariza, Pepín Mateo (es extraordinario), nuestro Antonio Rivero Taravillo, Poli Navarro... De gente más joven he leído una novela magnífica de Marta San Miguel.

P.–También es usted un sevillano calmado, nada intenso en su manera de vivir la ciudad. Un sevillano serio.

R.–Fino y frío, como dijo Unamuno de Romero Murube. No pertenezco a ninguna hermandad. Soy del Sevilla, pero no tengo carné. No creo en el asociacionismo, soy individualista para lo bueno y lo malo.

P.–La figura del padre está presente en su obra.

R.–Sí, tengo un libro sobre la enfermedad y muerte de mi padre.

P.–Hay un momento en la vida en la que un hombre mantiene un diálogo continuo con su padre muerto.

R.–En los últimos tiempos parece que ha habido un boom de escribir sobre padres malos. Pero yo de mi padre me acuerdo con alegría y nostalgia. Lo echo de menos. Era un seductor. Con el tiempo vas perdiendo los recuerdos. A mí me pasa con su voz. Al principio siempre me acordaba de ella y la imitaba bastante bien cuando me reunía con mis hermanos. Ya soy incapaz.

P.–La presencia de los muertos en nuestra vida...

R.–Cada vez tengo más la sensación de escribir para algunos muertos. En general, siempre he pensado que soy un escritor sin lectores (y no es coquetería ni falsa modestia) y ahora, cada vez más, la de escribir para gente que ya no está. Siempre pienso qué opinaría mi señor padre de mis artículos, género de su gusto; y ahora me pasa con Luis, de la librería de Céfiro; José Manuel Sánchez del Águila o con Taravillo. Este último siempre contestaba cuando le mandaba un artículo y me dio mucho las gracias por dedicarle el de Clift en Un opinante calmado....

La gente ve que los toros son de verdad. Ahí no hay postureo. Te juegas la vida

P.–José Manuel Sánchez del Águila... Escritor, editor, gran abogado...

R.–Una persona muy desprendida, quizás demasiado, que tenía tiempo para todo el mundo. Hacía muchos trabajos que no cobraba, como el médico y escritor Ismael Yebra. Yo lo conocí buscando un editor, cuando él llevaba Capela. Lo pasábamos muy bien.

P.–Y Antonio Rivero Taravillo... Han sido impresionantes las muestras de afecto tras su muerte.

R.–Siempre le habíamos admirado, pero nos hemos dado cuenta de que incluso le teníamos más cariño. No hay cariño si no admiras a alguien.

P.–No ha tenido usted mucha suerte con las editoriales.

R.–La verdad es que no... Salvo el amigo Rivero Taravillo, que me editó en Paréntesis, mis otros libros han sido autoediciones o premios que he ganado. Me pasaba cuando era joven, y ahora que soy mayor y heterosexual lo tengo muy complicado.

P.–Mayor y heterosexual... me ha dado el titular.

R.–No sea mamón. Me van a etiquetar con Azúa y Savater.

P.–Donde ha tenido más éxito es en los premios literarios.

R.–El primero, ríase, fue uno del Club Náutico, sobre el Guadalquivir y los deportes náuticos. ¡Yo, que no hago deporte desde 1987! En el 92 me concedieron el de Literatura de Jóvenes Creadores de la Europa Mediterránea, que aún convoca el Ayuntamiento de Sevilla (era una especie de ensayo sobre Umbral). Con Tierra de orates me hice con el de novela corta de Algeciras, en 2001. Ahora acabo de ganar el de la Fundación MonteLeón. Me fastidió mucho no lograr el Alberto Lista de relatos, en 2000. Lo ganó un argentino y por ahí leí que había quedado finalista el escritor mexicano César Romero. Eduardo Jordá me dijo que fui finalista del Café Bretón, un premio de Logroño muy chulo. Como el café, que no sé si conoce.

P.–Recuerdo que su primer libro, La cerilla de Faulkner tuvo muy buena acogida.

R.–Me lo pagué con mis primeros sueldos del Ayuntamiento, en 1998, y lo saqué con la editorial que tenía un ex futbolista, Manuel Vicente González. Salieron reseñas en los periódicos y se lo mandé a muchos escritores. Joan Margarit me mandó una carta larguísima. Llegamos a quedar, pero su hija se puso mala... perdimos el contacto.

P.–No podemos despedirnos sin hablar de toros, una de sus aficiones.

R.–En la pandemia escribí un artículo muy pesimista sobre su futuro, pero ahora parece que hay un auténtico renacer: Morante, Ortega, Aguado, Escribano... La gente ve que los toros son de verdad. Ahí no hay postureo. Te juegas la vida. Yo iba mucho a los toros con mi padre, que era muy currista. A Curro lo he visto torerar poco, pero bastaba con verlo andar...

P.–Eso es muy Burgos.

R.–La verdad es la verdad, la diga Burgos o su porquero. Yo lo veía mucho en Carrión Megías cuando iba a pintarse el pelo en una peluquería que hay allí. Siempre con unas gafas de sol muy grande, porque es muy tímido.

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