Cuatro siglos y medio expirando en los cielos del Museo
El Museo culmina los actos del 450 aniversario con una procesión rotunda y multitudinaria
Aún con el ánimo sacudido por habernos sabido partícipes de un viaje a otra ciudad, a otra fiesta y a otro tiempo, no hubo alma que quisiera ausentarse de una de esas citas que revisten un halo especialmente extraordinario; una palabra de la que un alto porcentaje de cofrades rehúye por un supuesto desvanecimiento de su valor a base de repetición y continuidad. En esta ocasión -también suma el peso de la historia y de los orígenes reencarnados- la retina transfiere al corazón el impacto de lo que solo era alcanzable en el plano de lo imaginable e intangible. Ver lo que otros vieron es devolverle a tiempo su propia moneda.
Era una catedral dentro de otra; las nubes tormentosas de un Calvario andaluz sumergieron ya al viernes en los rescoldos del recuerdo y el sol brillaba puramente por entre las vidrieras. Cuajado de malvas y blancas anémonas, anticipo de la feliz resurrección que nos espera en el torso sin ley ni orden del Cristo del Museo, el paso se nos representaba como ese lienzo excepcional para el que se reserva una sala acondicionada y propia; ese cuadro que merece ser contemplado desde infinidad de prismas sin interferencias ni imprecisiones. Durante la misa se incidió en ese milagro que significa conservar, tras decenas de generaciones, el patrimonio no de una cofradía sino de toda una ciudad. En ese Cristo se conoció por primera vez la expiración según Sevilla, y tanto comprendieron los fieles la trascendencia del asunto que, a pesar de epidemias, guerras, exclaustraciones y convulsiones varias, mantuvieron con vida que cada Viernes Santo, hasta hace poco más de un siglo, se citaran frente a frente con ese instante superlativo, como cita el crucificado las astas de la muerte en el burladero del Museo cada primavera.
Escribe un conocido acerca de, en efecto, la envergadura de la efeméride: a Cervantes aún le restaban cinco años de cautiverio en Argel y, como esa, cientos de citas o referencias para dotar de singularidad el hecho de que se hayan perpetuado en el tiempo instituciones como nuestras cofradías, y la necesidad imperiosa de preservarlas no solo como eje vertebrador de nuestro credo; también como espacio de identidad comunitaria compartida, como manifestación absoluta de nuestra expresión humana más cercana y más próxima. En definitiva, contemplar, por ejemplo, el Stabat Mater del Museo es admirar un tapiz en relieve en la seda del tiempo; una suerte de Tapiz de Bayieux animado e infinito.
Fajadas las ropas y encendidos los cirios, a las cinco de la tarde abrió la cruz de guía la Puerta de los Palos buscando, instintivamente, lo que tantas veces trazó tantos años. La Virgen de los Reyes, sincera y pura, otorgaba una sonrisa muda y queda para con la Virgen de las Aguas. El niño infante y el hombre agónico. La existencia y el devenir de la humanidad frente por frente; aquel que bendice y se presenta, aquel que agoniza y que muere. El alfa y omega del mensaje de Dios en un regazo y una cruz.
Se guardaba en Placentines un silencio especial, solo quebrado por la proliferación tan incómoda exagerada de pantallas y flashes, que fueron aminorando con las horas y con el propio público. Ese silencio suponía, además, la antesala de otro acontecimiento que pocas memorias vivas guardarán. Tras el Cristo de la Expiración volvieron a tronar metales y pieles y maderas. El silencio también es música, y una música agradecida y necesaria; pero la Música siempre ayuda y eleva el espíritu, la belleza, y sublima lo estético, y profundiza en la contemplación. Sonó Expiración, de Font Fernández, esa marcha que tanto permaneció olvidada y que, en un acto también de justicia histórica -ya se escuchó la copla en el quinario en San Andrés- puso de manifiesto todo su lenguaje y su mensaje. Quien no se estremeciera, miente.
Sobre las seis y media de la tarde, y con un centro cada vez más animado, alcanzó la cofradía el andén del Ayuntamiento, ese espacio a priori tan neutral que la Virgen de las Aguas convertía en clásico cada Semana Santa. Regresamos una década en el tiempo y el tiempo volvió a eternizarse cuando sonó Amarguras. Nadie se atrevía a musitar; como si el mero hecho de susurrar significase robarle el aire al Santísimo Cristo. La presencia de la dolorosa a sus pies también nos provocaba cierta sensación de alivio y de consuelo. No será este un cristo becqueriano; ni se quedaría triste ni se quedaría solo. Una madre es una madre. Y a todos nos ofreció una valiosa lección. Hay que estar y ser en el dolor.
Se desplomó la tarde en cuestión de instantes y, a pesar del bullicio (todo debe ser extraordinario, hasta el sonido de una ciudad viva que parece dormida cuando lo acompañamos en la madrugada del Lunes Santo) se mantuvo un absorto recogimiento que convertía la procesión en una especie de cápsula con tiempos, espacios, climas e idiomas propios. Viró la comitiva por la calle Rioja y, tras saludar al Santo Ángel, caminó por entre los antiguos urbanismos de la Magdalena. La sombra de los conventos acechando de nuevo la historia: los mercedarios del Museo, los dominicos de San Pablo... Y sonaban por la Oliva melodías graves, y cuando todo acababa nos invadía una parálisis inexplicable, incapaces de articular palabra, gesto, expresión. Quedábamos impasibles, atinando solamente a discernir entre la realidad y la ensoñación.
Envuelto en el más puro tenebrismo, dibujando contraluces y acariciando naranjales con el costado, el Museo volvió a su capilla, aquella que labraron con sudor y ánimo sus hermanos allá por el siglo XIX. Viven ahí desde hace mucho tiempo. Allí siguen, cada día, pintados al óleo de la eternidad. El que no se deshace, el que no duda, el que no pasa. El que es solo del Museo.
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