Ignacio Valduérteles
Doctor de la Iglesia y cofrade
El Gran Inquisidor, de Dostoyevski, supone que los ciudadanos son incapaces de cargar con el peso de su propia moral y libertad y hay que suministrarles modelos uniformes, en forma de ideologías totalitarias. Asumir ese planteamiento, que trata de anular la libertad que Cristo nos ganó, es fatal para la sociedad y para las hermandades.
En esa misma línea uno de los pilares sobre los que Goebbels sostenía su eficaz política de propaganda era el de la “simplificación y enemigo único”. Se trata de lanzar una idea o afirmación, cuanto más simple mejor, que requiera poco esfuerzo mental, y repetirla continuamente. Por disparatada que sea esa afirmación se convierte en dogma y quienes no la acepten pasan a ser “los otros”, los enemigos en quienes se concentran la maldad y la injusticia, todo lo malo y despreciable.
Ese mismo principio goebbeliano, más o menos camuflado, es el que aplican ahora aquellos que se autodenominan cofrades ortodoxos. Sus ideas son escasas, transformadas en consignas poco elaboradas y menos contrastadas; quienes no las compartan son “los otros”, intrusos, advenedizos, ignorantes o cualquier otro adjetivo que los descalifique como sujetos con derecho a opinar en estos temas.
Una de esas ideas-guías continuamente reiterada es la superioridad moral de esos cofrades “ortodoxos”, o “de toda la vida”. Grupos que, al parecer, están ungidos de una gracia especial que hace que cualquier idea que formulen, aún las más peregrinas y contrarias al derecho eclesiástico y cofradiero, por el mero hecho de ser formulada por ellos es correcta.
Después del Congreso de Religiosidad Popular ya no hay ortodoxos y heterodoxos, capillitas con papeles y advenedizos, recurso de quienes simplifican la realidad adscribiendo a los cofrades en bandos, ahorrándose así la necesidad de pensar. Hoy la diferenciación hay que sustentarla en las bases morales de cada persona. Lo que construye una sociedad, y los cofrades, en tanto que cofrades, son parte de la sociedad, no es la costumbre, ni la antigüedad; es la antropología, la visión que el hombre tiene de sí mismo, de donde deriva el conjunto de valores profesados y compartidos, la cultura. Ése es el criterio decisivo para valorar cualquier planteamiento, doctrina o sistema social y los criterios cofrades.
En el mundo las hermandades no hay grupos ni facciones. La superioridad moral de eso que llaman “ortodoxia cofrade” no es más que una cortina de humo tras la que ocultar su indigencia doctrinal. En una larga entrevista publicada en forma de libro (No tengáis miedo) San Juan Pablo II explicaba que “los libros, el estudio, la reflexión me ayudan a formular lo que la experiencia me enseña”. Todos decimos tener mucha experiencia; pero si ésta no se pasa por el tamiz de las lecturas, el estudio y la reflexión, la experiencia deja de ser enriquecedora, para convertirse en un molde de fundición en el que se ahorman las ideas de manera uniforme.
Resulta fundamental el desarrollo del pensamiento crítico, aprender a cuestionar la información que nos rodea, a la luz de la fe auxiliada por la razón, siguiendo la voz de la conciencia bien formada, como explicaba el cardenal Newman, hoy San John Henry Newman, Doctor de la Iglesia. No debemos aceptar lo que escuchamos o leemos sin antes analizarlo de forma cuidadosa, también esta columna (nada me hace más feliz que los discordantes, porque me obligan a reelaborar conceptos, unas veces para reafirmarlos otras para corregirlos). Cuestionarnos el por qué de las cosas es un ejercicio básico, pero poderoso, que ayuda a profundizar en el conocimiento y a evitar caer en conclusiones precipitadas.
El mundo cofradiero no se divide en ortodoxos y heterodoxos. Capillitas de toda la vida y advenedizos. Sólo hay un grupo que detenta la superioridad moral: el de aquellos que eligen la libertad, los que toman la decisión de vivir la historia en primera persona, libremente, fundamentada en la Iglesia.
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