La irrupción en Sevilla del yogur griego, los turrones y las garrapiñadas
La Caja Negra
Hay tendencias en el comercio que son una suerte de picudo rojo que acaba con el sello propio que distingue a las grandes ciudades
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Nunca deja de sorprender la facilidad con que nos tragamos las influencias del comercio y las costumbres externas a pesar de ser una ciudad con personalidad muy definida, avalada por una historia de siglos y con un patrimonio histórico-artístico que nos hace diferentes. No debe ser tan fuerte nuestra marca. En el fondo estamos sometidos a los criterios de multinacionales y franquicias. Vulgares, como todos. Expuestos a ciertos riesgos, como siempre. En la pérdida progresiva de comercios locales, que siempre contribuyen al deseable sello propio, hay que anotar ahora la invasión de comercios de yogur griego y de turrones y garrapiñadas. Turrones hemos comido en Navidad y acaso en Feria, en esos puestos de bombillas gordas en los que parece que nunca compra nadie. Y en los que, por cierto, suele haber una curiosa oferta de tajaditas de coco refrescados por chorritos de agua, ¿verdad Pepelu Martínez?. ¿Pero cuándo se han vendido turrones todo el año en una ciudad como Sevilla, que ahora tiene la propia Avenida y calles del barrio de Santa Cruz convertidas en sucursales de Jijona? Que se vendan mazapanes todo el año en Toledo tiene lógica y sentido. ¿Y la cantidad de franquicias de quita y pon para despachar yogures griegos?
Vas por la calle Hernando Colón y te ofrecen garrapiñadas. Paseas por la Plaza de Doña Elvira y huele a turrón de almendra. En el Salvador se mezclan las porras (el churro es otra cosa) y los yogures. Nos queda un centro con "mucha vida", que es lo que importa a juicio de muchos. Pero que no soporta un análisis cualitativo. Porque no se distingue la oferta de nuevos comercios de Sevilla con la de la calle Larios de Málaga y sus alrededores; o con la de la calle Alfonso y sus alrededores en Zaragoza. No hablemos ya de Madrid. Todo se vuelve igual, anodino y despersonalizado. En tiempos se afirmaba que para conocer una ciudad había que visitar la plaza de abastos y el cementerio. Ahora habría que conocer los comercios y los hoteles. Esos hoteles donde los que visten con corrección son los profesionales que trabajan en el establecimiento. Hay tendencias que son una suerte de picudo rojo. No se trata de discursos nostálgicos, sino de procurar un criterio claro: Sevilla pierde a medio y largo plazo si no tiene sello propio.
En su día ya tratamos la multiplicación de tiendas de bocadillos. Los expositores pueblan las fachadas de muchos comercios que antes eran locales refinados y que daban lustre. Sufrimos una degradación que el buenismo nunca reconocerá, porque cuando no hay criterio todo se admite, todo resulta entre apropiado y precioso, hasta el comercio amarillo en plena calle Sagasta; todo es válido si genera actividad económica. ¿Qué se hace, por cierto, con tanto bocadillo no vendido? ¿Se tira el pan y se recoloca el fiambre en un bollo tierno para que vuelva al expositor al día siguiente?
La considerada ciudad de la gracia (já) está cada día más cutre, pero no interesa que se diga. Son muy saludables las ferias de productos locales que promueve con frecuencia la Diputación Provincial que preside Javier Fernández. Los pueblos, tómese nota, saben cómo nadie el valor de los productos propios. No es una visión cateta o de campanario, es cuidar lo propio para seguir siendo distintos, únicos y singulares en un mundo globalizado que tiende a uniformarlo todo por criterios económicos depredadores. No es cerrar la puerta del todo a influencias externas, es no dejarse comer el terreno por la vía de la sustitución y la degradación.
Aceptamos porra como calentito, tragamos con el cambio de una perfumería inglesa por una tienda de bocadillos, de una óptica de un profesional local por un comercio de yogures griegos, de una tienda de cerámica sevillana por una de camisetas estruendosas, de una joyería local por una platería franquiciada. Al menos queda observar los cambios, analizarlos y alertar de las consecuencias. La explosión de procesiones extraordinarias no es el único problema de la ciudad, como tampoco lo es la pérdida paulatina de su patrimonio histórico artístico. El comercio es fundamental en el mantenimiento de un sello propio. Aperol, turrones, garrapiñadas, yogures griegos, Halloween, pizzas que rebosan más allá de la primera línea de fachada, colas absurdas en los bares... No perdamos de vista los cambios, porque no habría efecto peor que no darnos cuenta de hacia dónde vamos. Al menos, como dicen los médicos, hay que saber la enfermedad a la que nos enfrentamos.
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