¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Un nuevo héroe nacional (quizás a su pesar)
Es injusta la fama que tiene Sevilla de conservadora e inmovilista y de ciudad refractaria a los cambios, cuando hay innumerables pruebas de que es una urbe que muda con frecuencia de piel y que se adapta con celeridad a las corrientes, modas y hasta a los feísmos que caracterizan el tiempo actual. Somos incluso muy noveleros, pero nos reprochan ser ultra-conservacionistas. No somos una excepción en la transformación (destrucción) del casco histórico, en la adopción masiva de comercios despersonalizados, en asumir el fenómeno Halloween, en el abandono de unos hábitos propios en favor de los del turismo pasajero y depredador, en la arquitectura civil vulgar como la del estilo cebra, etcétera. Acaso somos protestones, abrimos debates, tocamos la aldaba, denunciamos... Pero de poco sirve más allá de despertar las conciencias. Y, por supuesto, hay cambios y evoluciones saludables y necesarios. Está claro que no podemos vivir en la idealizada ciudad de la infancia, sobre todo porque hay cosas que son mucho mejores ahora. ¿O no está la Catedral mejor conservada y organizada que en los años 80? ¿O no hay ahora, al menos, una línea de Metro, aunque nos haya costado cincuenta años? ¿Acaso la Sevilla del 92 no trajo reformas importantísimas de las que seguimos viviendo aunque resulten ya insuficientes? La lista de los horrores es extensa, pero también se pueden citar ejemplos en positivo. El Paseo de Colón está en plena transformación, con edificios de nueva construcción junto a la Plaza de Toros. Desde el Puente de Triana se aprecian ya los cuerpos extraños de las instalaciones en la planta alta de uno de ellos. Y se otea ese cambio, en general, del paisaje urbano de una de las fachadas más cotizadas de Sevilla. Es la ciudad en permanente cambio, unas veces a gran velocidad, caso de la Avenida de la Palmera, donde se han cometido barbaridades urbanísticas, y otras con una lentitud que permite digerir las novedades y valorar las reformas, como las que imprimió el arquitecto Alfonso Jiménez a la Catedral a lo largo de 30 años: desde el modelo de visita turística que permite la autofinanciación (cuando el turismo no estaba de moda) hasta la eliminación de los cables que afeaban el interior del templo, pasando por las grandes y sucesivas obras de restauración (pilares, portadas, cubiertas, sótanos...).
El triunfo no consiste en que nada cambie, sino en el respeto y el mantenimiento de los valores que hacen de Sevilla una ciudad distinta, única y reconocible. Pero de ninguna manera es Sevilla una ciudad inmovilista. Muy al contrario, en ocasiones peca de exceso de tolerancia frente a las aberraciones, de pasiva e indolente. Aquí todo está sujeto a cambio, no hay bulas, ni tratos de favor, ni privilegios. Desde que un día de 1997 amanecimos sin Giraldillo, bajada a la Azotea de las Azucenas sin previo anuncio, hasta que, por cierto, el sábado se acabó la tradición de más de 90 años de la empresa familiar Pagés al frente de la gestión de la plaza de toros. Todo está en permanente transformación.
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