La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El castigo de las bullas navideñas
Las bullas de las tardes de Navidad son sencillamente insoportables, difíciles de gestionar y provocadoras de un estrés que solo se combate con un tratamiento: la permanencia en casa. Hogar, bendito hogar. Las bullas navideñas no tienen rumbo, lo que dispara la conflictividad. No son como las de Semana Santa antes del tiempo de vallas. Aprendimos a aguardar unos instantes en una bulla hasta la formación de dos corrientes, una en cada sentido, hasta que poco a poco cada cual encuentra su camino y se dispersa la multitud. En estas larguísimas pascuas de Navidad, que nadie llama pre-Navidad como ocurre con los dos días que anteceden a la Feria, conocidos como la pre-Feria, o el absurdo de la pre-boda, como se denomina a la cuchipanda de las vísperas de la ceremonia, sufrimos el colesterol de la cantidad de gente que no va a ninguna parte, solo a mirar, sin destino fijo, sin saber la razón por la que ha salido a la calle, porque son días que hay que salir para no parecer bichos raros. Otro colesterol son los veladores de las meriendas, muchas veces vacíos, con los restos de las consumiciones de los clientes que se marcharon hace media hora, pero que no han podido ser retirados porque ningún camarero da abasto. Y hay quienes cogen la mesa hasta en esas condiciones: vasos pringados de chocolate, tazas con bordes de café repegado y platos de donde vuela la base de aluminio que acogió un tocino de cielo. No importa la suciedad –¡no seamos tiquismiquis!– sino tomar posesión de la mesa como sea, al precio que sea, en las condiciones que sean. Se trata de estar y de poder contar que se ha estado. Nadie intuirá por el selfie de turno que sufrimos una bulla para presenciar bombillas encendidas, que luchamos y nos peleamos por una mesa cargada de platos, vasos y cubiertos usados, que esperamos cuarenta minutos para captar la atención del camarero, que realizamos las consumiciones bajo la mirada escrutadora de otros aspirantes a la mesa y que salimos de la zona centro de la ciudad como pudimos tras una cola en el bus urbano y un atasco con un altercado por donde no apareció la Policía Local. Nadie contará que no está dispuesto a regresar al centro hasta por lo menos el Domingo de Ramos.
Las bullas de Navidad son una paliza, un castigo, una penuria sin ningún perfil romántico como pudieran tener las cofradieras. En su día se proyectó un simulador de bullas para turistas en el (por fortuna) fallido Centro de Interpretación de la Semana Santa. En las de Navidad solo se puede coger una gripe y perder la paciencia. En el mejor de los casos, encontrar un bar en el que usar la máquina de tabacos como velador y el gatillo del extintor como perchero. Y buscar al camarero como el espectador que presencia un partido de tenis bajo el sol, con la mano derecha como visera e ir mirando de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.
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