Vaya por delante que mientras no haya un nombre y unos apellidos a quien adjudicar la culpa de la pandemia, toda la responsabilidad de lo que está sucediendo queda adjudicada a la etérea fatalidad del infortunio. Lo cierto es que el daño colateral de todo este tremendo desastre que supone la infestación del virus chino está siendo nuestra calidad de vida, y no hablamos ya tan sólo en lo que respecta al bolsillo, que también; las medidas de control del contagio están suponiendo un coladero inevitable de recortes del bienestar más cotidiano. Si usted viaja en AVE ya habrá notado que ha desaparecido el vagón cafetería, que no es que fuera una cosa del otro mundo pero por lo menos daban café y algo de comer, amén de bebidas espirituosas con las que alternar durante el tedio del viaje.

Tampoco hay prensa y si usted quiere ver la película porque es masoquista tiene que pedir los auriculares al sobrecargo, que es un señor de gris que también vigila que su mascarilla cubra completamente sus fosas nasales. Ni que decir tiene que todo esto a precio de billete completo. En el avión ni les cuento, otro tanto: traslado lanar hasta la puerta del aparato y servicio de catering a bordo disminuido a ración de supervivencia militar. En los hoteles, tres cuartos de lo mismo: ni desayuno opíparo de buffet libre para uso y disfrute del tragaldabas con hambre agónica, ni servicios de cena si el horario incurre en el toque de queda.

Trasladen todo lo anterior a banca, oficinas, Administración pública etcétera. Pero si alguien está sufriendo en sus carnes -nunca mejor dicho- todo el rigor de las medidas anti-Covid ése es el sector hostelero. Bares y restaurantes que otrora competían por agradar y alegrar la velada de turno ahora se han convertido en poco menos que centros de nutrición soviética muy a pesar de sus propietarios. Barras precintadas con cinta de plástico de la que cercan un accidente o intervención policial, mesas altas separadas inconvenientemente, dosificadores de gel que vaya usted a saber lo que contienen. Ni servilleteros hay ya. Todo un desastre al que muchos no terminamos de acostumbrarnos, para nuestra desgracia.

Al menos, por mirar la botella medio llena, nunca mejor dicho, ha desaparecido el despreciable menú plastificado. Vuelve el camarero cantor de comandas en aquellos sitios donde eximen a uno de la tarea inoportuna de fotografiar una mancha jeroglífica que llaman código QR y que se transforma en menú digital para el que tenga un teléfono tan inteligente como la madre que parió al inventor de toda esta desgraciada historia.

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