La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La alegría de Fito
CARLOS Styrin no era un elitista, al menos en lo que se refería a la venta de sus libros. Le entusiasmaba toparse en cualquier centro comercial con esas torres de ejemplares con su nombre estampado, aunque fuese en un hipermercado y sólo hubiese unos pasos de distancia entre sus novelas y, por ejemplo, la pescadería. Pero al final, esa necesidad de expandirse le había hundido. Era el hazmerreír de todos, temió. El payaso, envejecido y grotesco, de la escena literaria.
Nunca debió aprobar que sus libros se vendieran en farmacias. Debía haber rechazado la propuesta: hoy le parecía humillante que se debatiese si sus ficciones adelgazaban. ¿A quién se le ocurriría semejante bobada? Sólo a una idiota que en sus declaraciones públicas no calculaba el alcance de sus palabras. A una actriz de medio pelo, pero de celebridad mundial, cuyas frases obtenían una resonancia insospechada. Bárbara Menéndez. Le había mandado flores, para agradecerle la cortesía, pero ahora se reprochaba no haber añadido en el envío una bomba.
-Con los libros de Carlos Styrin me sucede algo curioso -afirmó ella, cuando se interesaron por sus gustos literarios-. Me meto tanto en sus historias, me emociono de tal manera con sus personajes y con lo que sufren, que adelgazo de dos a tres kilos con cada novela. Es como, no sé, como si la desdicha que consume a sus protagonistas hiciera que, por alguna extraña razón, tú perdieses calorías.
De repente surgieron un montón de admiradoras que se sumaban a esta teoría: sus libros suponían tal desgaste emocional, tal gimnasia para los sentidos, que ellas también advertían una pérdida de peso durante la lectura. Algunas señalaban incluso pasajes determinados: cuando le diagnostican la disentería a la heroína, cuando el protagonista quebranta la obligación de mantener la cuarentena para confesarle que siempre la ha querido. Al principio, él se divirtió con aquella incongruencia, accedió a la campaña de ofrecer copias de La mujer marcada en las farmacias con una fajita donde podían leerse las declaraciones de la actriz, pero, olvidada la gracia inicial del asunto, Styrin juzgaba excesivo que sus libros se compararan con una tabla de flexiones o una dieta hipocalórica.
Ahora, si en una fiesta oía una carcajada a sus espaldas, intuía que el objeto de burla era él; si alguien mencionaba en una reunión que debería hacer algo para recobrar la silueta del pasado, Styrin entendía esa sentencia como una provocación hacia su persona. Eso ocurría cuando los demás se andaban con sutilezas, porque a veces le tomaban el pelo sin disimulo, como había ocurrido con la llamada de esa mañana.
-Verá... tenemos un hijo que es nuestra alegría. Es un niño maravilloso, Ricardito, pero con un problema de salud: engorda muchísimo. Todo le engorda. Y pesa ya demasiado. Demasiado, señor Styrin. La cosa es... ¿puede darle un infarto a un chavalito de nueve años?
Styrin no supo qué responder a esa pregunta. ¿Acaso él era médico? Su interlocutora no pudo verlo, pero él desencajó la mandíbula extrañado.
-¿Qué demonios...? -farfulló él, mientras acariciaba una gardenia.
Ella sollozó al otro lado de la comunicación. Styrin aprovechó la pausa para llenar la regadera y someterse a sí mismo a un interrogatorio. ¿Por qué se había rodeado de reinas del drama, obsesionadas además con el peso? ¿Por qué no habría escrito sobre el lujo y la frivolidad de la jet set, en vez de describir los desajustes hormonales de la menopausia en la clase media? ¿Por qué él, en sus mejores años, no apostó por seguir con su relación, y así no habría tenido que consagrar su obra al relato de los amores imposibles?
-Oh, señor Styrin -prosiguió la desconocida-. Queremos hacerle un encargo. No importa el dinero, desde luego. ¿Podría escribirle a nuestro hijo un cuento que le haga adelgazar? Un cuento con mucho sufrimiento, con mucha emoción, para ver si así rebaja algo de peso.
Styrin, molesto con la solicitud, se había distraído y se había empezado a regar los pies. Se asustó al sentir el tacto frío del agua. Iba a exponerle a esa señora que eso de que sus libros adelgazaran era una patraña cuando una carcajada le desconcertó.
-¿Por qué te has reído, joder? ¡El idiota se lo estaba tragando! -se oyó que alguien le decía a la mujer-. ¡Carlos Styrin, de venta en farmacias! -añadió con sorna.
Styrin se enfureció. Soltó la regadera sobre una mesita y volcó todas sus energías en la conversación.
-Son ustedes unos terroristas, ¿me oye? ¡Importunar a un anciano de este modo, menuda clase! ¿Por qué no se van a violar a su abuela?
Cortó precipitadamente la comunicación y se guardó el teléfono en uno de los bolsillos de su batín. Tenía unas ganas irreprimibles de llorar. Se sentó a paladear su desgracia mientras se prometía que su próximo proyecto sería una comedia, una comedia plana como una meseta: sin tensión, ni intriga, ni un maldito giro en el argumento. Para que sus lectores no sintieran nada, para que no movieran un músculo. Que cayeran en un terrible sopor, y que engordaran, si era preciso.
Carlos Styrin, de venta en farmacias, se repitió con la modulación socarrona de su enemigo. En el fondo, le fastidiaba que la frase tuviese su gracia.
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