En el fondo todo lo que quiero es verte amanecer
El otro día, cuando la tuve frente a frente, comprendí demasiadas cosas y sentí cómo el tiempo se me desmoronaba
El regreso de la Macarena: "Ahora sí ha vuelto la Virgen"
La vuelta de la Esperanza Macarena tras la restauración de Pedro Manzano, en imágenes
Verte amanecer es el título de una canción de Dorian, un grupo indie catalán que nos gusta. Incluida en el disco La ciudad subterránea, se lanzó justo un año después de la muerte de mi abuela. Es un tema arrebatador en cuyas letras la banda manifiesta abiertamente sus dudas religiosas ("para qué creer en Dios si él no cree en nosotros") pero halla en el color de unos ojos cualquiera el único credo posible. Más o menos como mi padre, que desde que murió mi abuela solo cree en sus hijos y en sus pasos. Nunca se lo he preguntado pero todos lo respetamos con tácita convicción.
Mi padre, representante de aquella última generación nacida en el Hospital de las Cinco Llagas, cuenta con orgullo que lo primero que vieron sus ojos al nacer fue una inmensa fotografía de la Macarena. O eso decía mi abuela. A modo de gratitud por aquel título, mi padre, con sus primeros ahorros de adolescente y habiendo trabajado a destajo más de lo imaginado, se apeó del autobús una tarde cualquiera, se dirigió a una antigua cristalería del barrio de la Feria y no tuvo mejor idea que comprarle a mi abuela un cuadro de la Macarena, que había sido vecina suya cuando emigraron al sur allá por los cincuenta y se instalaron en la calle Pozo. Cuando lo descubrió, dice mi padre, "la abuela lloró amargamente".
Mi padre, por mi culpa involucrado sin remedio en esto de las cofradías pero alejado -quizás con demasiada razón- de los tejemanejes, disgustos y luchas de poder que las envuelven, solo se preguntaba lo mismo desde aquella mañana de junio: "¿Y la Virgen? ¿Es que nadie va a pensar en la Virgen?" Con esa cantinela justa y sincera ha estado casi ciento veinte días. Un lamento que en estas últimas horas ha mutado en un entregado "qué guapa, qué guapa está..."
Mi padre todos los días se acuerda de su madre, y lloró mucho cuando murió, al límite de lo yo le presuponía a un ser humano. Realmente no recuerdo haber visto llorar a mi padre desde entonces, y ha pasado ya mucho tiempo, el suficiente como para empezar a temer que podamos olvidarla. Es mi padre un tipo duro, disciplinado, que jamás desvela sus flaquezas, que se recrea en un carácter imperturbable. Una cuestión a veces virtud y otras defecto. Sin embargo nosotros, mi hermano y yo, aún creemos encontrar a mi abuela en un rincón de la casa, diminuta y dócil, sonrosada, bandera del bien y del trabajo, cuarteada por la dureza del campo y de la miseria, azotada por una vida durísima, perpetrando esa voz tan aguda que parecía brotar de un casette de Estrellita Castro, a quien tanto imitaba cuando cantaba Suspiros de España por la cocina. Espejismos de una infancia que nos apena y conmueve a partes iguales.
En el balcón de aquella casa, sobre una pared encalada y desconchada, se suspendía un azulejo de la Macarena enmarcado por una preciosa cenefa de forja -ya desgastada-, que yo mismo encargué de heredar y preservar sin saber muy bien de dónde venía ni a quién pertenecía, aunque lo sospechaba. Ante aquel azulejo, siendo niño, mi abuela me sostenía en brazos para repetirme la misma y única canción cada vez que la visitaba: "¿Qué se le dice a la Virgen? Macarena, ¡guapa, guapa, y guapa!" Y yo supongo que repetía, como un inocente papagayo, aquella lección presuntamente trascendental.
La base de ese azulejo, que guardo como el mayor de mis tesoros en una esquina de mi habitación y saludo cada mañana al despertar, está cuajada de pétalos secos y sin color. Son pétalos que recojo cada mañana de Viernes Santo en la calle Parras para ponérselos, a modo de ofrenda, a mi abuela, con la que nunca vi la Macarena en la calle al morirse, la pobre, tan joven, y al ser nosotros tan niños. El otro día, cuando la tuve frente a frente, comprendí demasiadas cosas y sentí cómo el tiempo se me desmoronaba en las narices, rodeado de flores y de lágrimas. Comprendí por qué mi abuela Angelita se enamoró de ella, por qué la quería tanto, por qué mi tía la miraba sin consuelo, por qué mi padre volvió a llorar como una sola vez en la vida lo vi llorar y por qué se me abrió por los adentros, otra vez, esa voz gritando "guapa".
Ahí estaba la Macarena. La Macarena del cuadro de la calle Feria y bajo el cual pasaron mi abuela y mi padre las últimas horas juntos, en vela, de la mano. La Macarena que cree en nosotros, la que sé que a todos nos espera, a la que nos enseñaron a decirle guapa y que, como dice Dorian, es la que en el fondo todos queremos ver siempre amanecer.
No hay comentarios