Obituario

En el adiós a una gran dama de la enseñanza pública: Esperanza Albarrán

La catedrática de Griego, Esperanza Albarrán, en una entrevista para Diario de Sevilla.

La catedrática de Griego, Esperanza Albarrán, en una entrevista para Diario de Sevilla. / Belén Vargas

Esto no es un obituario, ni un reconocimiento póstumo a su inconmensurable trayectoria académica y magistral. Esto es un humilde y parco tributo a una gran dama de la enseñanza pública, una maestra de la vida más allá de su labor docente, en la que se centró con inmenso mimo y cuidada exigencia, bajando al inframundo del Bachillerato después de haber gozado del paraíso de la Universidad. Ha muerto Esperanza Albarrán (Zamora, 1933; Sevilla, 2021), luz en las tinieblas, como un feo epitafio al deceso de las Humanidades en los planes educativos.

Catedrática de Griego en el Instituto San Isidoro entre 1961 y 1998, cuando se retiró advirtiendo del mal camino que llevaba la enseñanza en su deriva hacia el utilitarismo de lo crematístico, doña Esperanza, Esperanza a secas para los que tuvimos el altísimo honor de ser sus alumnos –qué mal alumno para tan grande maestra–, al menos se fue con el reconocimiento en vida de su ciudad adoptiva y de su alumnado. Recibió la Medalla de la Ciudad en 2017 y, hace ahora 10 años, el 15 de diciembre de 2011 recibió el cariño de sus alumnos en forma de libro, Homenaje a la profesora Esperanza Albarrán, que fue presentado en la Casa de la Provincia. Poco pago para paliar el dolor por el luto que arrastraba ante la pérdida de las Lenguas Clásicas y las Humanidades en los nuevos planes de estudio.

Esperanza nos enseñó mucho más que la lengua de Homero, Sófocles o Aristófanes. Nos enseñó que la vida podía ser épica, tragedia y comedia a un tiempo; nos enseñó, de Tucídides a Pericles o Aristóteles, Historia, Política y Filosofía, una visión global de la civilización desde sus raíces helenas, siempre desde el trato afabilísimo, la humildad y la constancia como únicos avíos de lidiar con aquel ganado bravo del San Isidoro. Y nos enseñó la cultura del sacrificio y la disciplina como únicas vías de acercarse al conocimiento, y a éste como el camino para una vida plena, desde la fidelidad a la vocación de cada uno. Su afán incansable por enseñar la llevó a implementar unas clases, no curriculares, en horas extras que nunca cobraría, para aprender el griego moderno.

Que uno no escuchara sus atinados y tibios consejos no viene al caso. Sí viene que más allá de lo poco que uno recuerda del Griego, aquella luz que desprendían sus diminutos ojos sirvió a muchísimos alumnos para desbrozar sus caminos en la vida, contemplando esta como una oportunidad para aprender a diario y para comprometerse con la Cultura con mayúsculas, sin mayores ínfulas que saber y trasladar sabiduría: el verdadero amor de dar sin esperar nada inmediato, una siembra de incierta recolección.

Sus grandes frutos dio, que la cosecha de su alumnado fue abundante y prolífica y esa es la eternidad que gana, el legado que deja en tantos y tantos alumnos que sí le hicieron caso. A uno le queda su recuerdo entrañable, la gratitud por su paciente labor y el respeto por la Cultura Clásica, además de algún que otro conocimiento extraviado. "Nunca pensé que era una buena profesora. Lo estoy empezando a creer ahora porque me lo dicen unos y otros", afirmó ante aquel homenaje en 2011. Fue mucho más que una buena profesora, doña Esperanza, fue una maestra de vida y con esta moneda le bastará para engañar a Caronte.

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