Tener a Dios contento

Los domingos | Crítica

Blanca Soroa y Patricia López Arnaiz en una imagen del filme.

La ficha

*** 'Los domingos'. Drama, España-Francia, 2025, 115 min. Dirección y guion: Alauda Ruiz de Azúa. Fotografía: Bet Rourich. Intérpretes: Blanca Soroa, Patricia López Arnaiz, Miguel Garcés, Juan Minujín, Mabel Rivera, Nagore Aramburu.

De nuevo instalada en esa pequeña burguesía vasca que parece conocer bien de primera mano, en los mismos tonos apagados de su sobrevalorada serie Querer sobre el ogro machista y violento, Alauda Ruiz de Azúa (Cinco lobitos) viene de ganar la Concha de Oro en San Sebastián con este filme sobre la llamada de la fe y la vocación religiosa en una adolescente que se abre, empero, hacia otras direcciones.

Parece atrevido abordar hoy un asunto como este, intentar contestar al cómo y el por qué una joven de este tiempo y estas generaciones siente la llamada de Dios entregándose a una vida de reclusión y oración en una institución religiosa. Ruiz de Azúa pone en el epicentro de su relato a Ainara (Blanca Soroa), hija mayor en una familia sin madre y en plena crisis económica, una chica normal que se debate entre las experiencias propias de la edad, los ensayos con el coro y esa creciente e irrenunciable vocación religiosa que no cuenta con la comprensión de su familia y que tiene la resistencia explícita de su tía, interpretada con vehemencia por Patricia López Arnaiz.

La cuestión es que no todo en Los domingos pasa por ella y su camino espiritual. Incapaz de encontrar la forma para ilustrar esa llamada o decidida a hacer de su protagonista una figura-espejo bastante opaca, Ruiz de Azúa la construye, por oposición, desde fuera, desde el padre severo (Garcés), la abuela-matriarca (Rivera), los amigos indolentes y esa tía o su marido (Minujín) que no entienden o están desconcertados e incluso contrariados por su decisión mientras dirimen su propia crisis de pareja. La película se abre así a otros conflictos familiares que dispersan su núcleo tal vez con voluntad de normalizar lo que en otras ocasiones el cine ha tratado desde una cierta vocación de trascendencia.

Pero todo termina pesando lo mismo fruto de unas mismas decisiones y gestos de puesta en escena, incluso ese tramo ascético en el convento donde se planta la sospecha del adoctrinamiento que busca, a la postre, poner al espectador en la tesitura de preguntarse por sí mismo por lo que puede llevar a la joven al ingreso en la orden o, en un nivel más elevado, a cuestionar cualquier decisión personal que desafíe las propias convicciones.

Se trataba pues de exponer las perspectivas enfrentadas, vocaciones y rechazos, de construir un relato ambiguo no tanto desde el punto de vista de esa joven sino desde ese marco que la rodea y que busca interpelarnos. Ruiz de Azúa busca los puntos de fricción o las aclaraciones en las comidas, reuniones y apartes, prefiere verbalizar siempre los conflictos a mostrarlos, siembra la duda de los intereses creados, dramatiza al fin demasiado las tensiones que se abren en su relato. Por el camino, se va quedando y difuminando poco a poco ese personaje que parece a la postre un pretexto para el debate (teológico o de otra índole) o para la disección de las dinámicas y las crisis familiares.

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