La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Qué clase de presidente o qué clase de persona
En la lista de lugares más chic para estar en la España de los años ochenta figuraba la bodeguilla de Felipe en el Palacio de la Moncloa, lugar de referencia en las últimas páginas teñidas de rosa de aquellos grandes semanales de información política. Cuentan las crónicas que era un lugar para encuentros culturales exclusivos, reservado para personalidades de prestigio, una estancia íntima de paredes blancas, azulejos y sofás confortables. El lugar enfocado para que las normas se relajaran, donde la conversación podía ser de asuntos ya más frívolos y el presidente podía ponerse el delantal para atender personalmente a sus invitados. Muchos andaluces, entre ellos muchos artistas, pasaron por esa bodeguilla en el largo período del felipismo. ¿Qué lugar podría equivaler hoy a aquella bodeguilla concebida por Felipe González con el atinado criterio de quien está obligado a buscar concordias, acuerdos, consensos y toda la parafernalia a que obligan las acciones de gobierno? El balconazo del doctor Sánchez desde el que se acarician los paños de sebka de la Giralda, un café en los jardines del Alcázar en la última tarde del año, un sencillo aperitivo en el convento de Santa Inés, un ágape en la casa de hermandad de la Macarena a la espera de que terminen de vestir a la Virgen de la Esperanza, la espera en el Patio de los Naranjos para rezarle al Cristo de la Corona un Viernes de Dolores, un despertar pausado con los cánticos de las hermanas de Madre de Dios, una visita a las cubiertas de la Catedral en un día gris, cuando ha cesado la lluvia y la piedra y el bronce alcanzan la pátina perfecta...
Cada sevillano tiene su lista de lugares con encanto. Hay un aljibe privado muy próximo a la Plaza del Cristo de Burgos donde se llevan algunos años celebrando encuentros a los que acude un público que, como el de aquella bodeguilla, es tan diverso como selecto. Gobernantes de todos los niveles, empresarios, profesionales liberales, juristas, economistas, periodistas... El caso es que se trata de un aljibe que en el influyente ámbito local y poco a poco hace las veces de aquella bodeguilla ochentera y noventera que ya la quisieran para sus clases prácticas muchas escuelas de negocio. Un experto lo denominaría como "espacio". Otro como lugar de "sinergias productivas". Es un aljibe con mesas y sillas como las de una caseta, una palma rizada a mano de las que adornan los balcones en Semana Santa, una guitarra bien tocada, una voz digna de libro (la voz) y un elenco de señoras y señores dispuestos a eso tan difícil que es el arte de escuchar y, todavía más difícil, de saber cuándo hay que participar con un comentario o con unas palmas. Este aljibe es una suerte de fragua del arte de la convivencia. Tiene el efecto de un oasis en el desierto de la crispación, la capacidad de aislar al que penetra en sus muros hasta tal punto que cuentan que a algunas personalidades se les fue la hora. O quizás, quién sabe, lograron el objetivo de atrapar el tiempo. Porque este aljibe tan selecto tiene el encanto de la espontaneidad. Como el poema, quien lo probó, lo sabe.
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