Javier Esteban / Director de Icónica Santa Lucía Sevilla Fest

Miércoles Santo, la más antigua de mis nuevas tradiciones

La vivencia del promotor del festival musical de la Plaza de España

Los primos hermanos Andrés, José Manuel, Rafael, Javier (autor del artículo) e Ismael.
Los primos hermanos Andrés, José Manuel, Rafael, Javier (autor del artículo) e Ismael. / D. S.

16 de abril 2025 - 05:51

HAY días que uno no elige. Le vienen asignados desde la cuna, como la herencia que no se discute ni se firma. El Miércoles Santo no es para mí una marca en el calendario: es una certeza. Una promesa que se renueva con el olor a cera, el calor de la túnica y ese nudo que asoma en la garganta justo cuando se abre la puerta de San Bernardo.

Soy hermano desde antes de saber escribir mi nombre. De San Bernardo, por vía materna, como debe ser. Mi abuela Adela, que era del barrio y artillera, nos enseñó a querer al Cristo de la Salud y a esa Virgen que no mira: abraza. La del Refugio. La que llora como lloran las madres.

Recuerdo los días previos. La prueba de la túnica. El dobladillo que siempre se quedaba corto, y mi madre, aguja en mano y alma en vilo, ajustando lo que el tiempo desajustaba. La túnica colgada en la puerta como un aviso, y mis primos con el cosquilleo en la barriga, heredando hábitos y estrenando nervios. He guiado a una saga de nazarenos chiquititos —con cirios, velas, varitas y canasto— por calles que rebosaban gente y emoción. Yo los llevaba, como antes me llevaron a mí. Cada uno con su historia, pero todos con el mismo destino.

A veces pienso la cantidad de recuerdos que caben en un Miércoles Santo. A lo largo de los años, ese día se convirtió en un punto de encuentro familiar, emocional y espiritual. Miércoles tras Miércoles, fuimos dejando parte de nosotros en cada esquina del recorrido: el saludo a los Carmona, compañeros de clase y de fila; las manos que enderezaban el antifaz y llenaban de caramelos la túnica a la bajada del puente; los niños aguadores refrescando en la calle San José a cambio de un caramelo; y ese pellizco que llegaba, siempre puntual, cuando Cigarreras tocaba Refúgiame y el alma se te derretía bajo el antifaz.

Hoy lo vivo desde la acera. Y sí, cambia la mirada. Pero no el latido. Me emociono viendo a los nuevos, reconociendo a los míos, viendo a mis sobrinos ocupar el sitio que un día fue mío. Y lo hacen con la misma ilusión. La historia sigue. Ya no llevo túnica, pero sigo dentro. Más dentro que nunca. Porque uno no solo sale: uno pertenece. Y eso, eso sí que no se quita.

Ser de San Bernardo no se elige. Te toca. Cada Miércoles Santo, una parte de mí se queda en esa iglesia, con los míos, entre los varales del palio, bajo la mirada de una Virgen que ha visto crecer a los de mi casa, uno tras otro. Pasan los años, cambian los ritmos, pero aquel niño de ojos abiertos y túnica recién planchada no se ha ido. Sigue ahí. Y seguirá estando. Siempre.

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