Las Penas se reencuentra con siglo y medio de historia en el traslado al Buen Suceso
Jesús de las Penas culmina tres horas de camino en que el centro detuvo su pulso
Atmósfera cuaresmal en la antesala del sábado como culminación al 150 aniversario
Los Javieres se trasladará a su nueva sede el 17 de enero
La torre breve de San Vicente guardaba el mismo gris rojizo de una tarde de marzo: pálido pero hondo, tibio pero con cuerpo. No eran ni el día ni la hora esperadas, pero no hay circunstancia extraordinaria sin hitos extraordinarios. Nadie imaginó que la ciudad mudaría por unas horas su atmósfera de noviembre festiva por un espíritu contrito y solemne de Lunes Santo. Fueron apenas tres horas: las justas y precisas para suspender en el aire un siglo y medio de historia sin dobleces: fieles a su personalidad, a su sello, a su ser.
Rebasaba el reloj las seis de la tarde y la primitiva cruz de guía de Las Penas, aquella que abría el cortejo de todos los hermanos -de antes y de ahora- serpenteaba por la Gavidia descubriendo otra ciudad, convirtiendo en sepia los almanaques y los aleros. Nada realmente convenía que la ocasión era gozosa, pero la dicha se descifraba por dentro. Los ojos de aquellos cofrades no reflejaban penitencia; más bien destellos de ilusión, de alegría cómplice, de sonrisas en los gestos relajados y tenues.
La noche cayó pronta y súbitamente; el juego de los neones en las inmisericordes franquicias creaba imposibles contraluces en el rostro del Señor, que lucía como nunca tras la restauración de Aguado. En la (mi) Semana Santa no cabe el término redescubrir, porque tan solo hay que saber apreciar; pero qué cierto es que hemos desvelado la bellísima humanidad de este Dios grave y sereno, cuya mirada vaga pero amable nos invita también a echarnos en el tapiz rocoso de las flores, en esa peña curtida por la brisa del río en las esquinas de la vieja calle Baños.
No exaspera uno de contemplar la singularidad de su efigie, de recrearse en su rotunda estampa, en su particular reto de desafiar a la gravedad. El cimbreo de la cruz nos parecía acercarnos el restallar de la carne y el centro detuvo por unos instantes su frenética actividad para regresarse siglo y medio. La piel muda del convento de Jovellanos, las antiguas tiendas de la Alcaicería, las especias densas de la Alfalfa... Apenas ocho o nueve relevos -costaleros, hermanos y cofrades colaboradores- y el Señor se asomó a la Plaza de San Pedro. Un par de tipos probablemente extranjeros comprendieron, al asomarse los ciriales, por qué estaban solos en esa acera. Como dice un buen amigo: Las Penas es esa cofradía que se suele ver más de dos veces.
Repicaban las campanas del Buen Suceso aportando esa nota de excepcionalidad festiva a un traslado solemnísimo. En el altar mayor esperaba la Reina del Carmelo, como en los cielos del monte de San Simón, y tantos y tantos nombres que convierten ese espacio en un monumento al barroco hispalense: Figueroa, Roldán, Montañés... Los hábitos calzados se abrazaban a los pechos henchidos de aquellos cofrades. Eran las nueve de la noche de ciento cincuenta años. Suficientes para enarbolar, con implacable orgullo por toda la ciudad, el ser de Las Penas.
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